I
Cuando Fidel Ballesteros volvió en sí y entreabrió los párpados no supo al pronto qué la había pasado. Un sol abrasador caía sobre él con crudeza, cegándolo y haciéndole arder los ojos. A la vez se sentías como entumecido, y al tratar de moverse, le pareció que no había músculo que no le doliese.
- Voto a … -y empezó, usando su término favorito que allá en su adolescencia había copiado de un libro de piratas. Trató de sacudir su soñolencia, pero no pudo. Entonces se quedó completamente inmóvil sobre el camalote que lo había llevado a la orilla. Intentaba recordar. Su memoria era como un pozo negro. Fidel se sintió tan perdido en ese pozo como si ya nunca pudiera volver a la luz. Estaba tan pálido y demacrado, que se le hubiera creído muerto. Una comadreja se le acercó, lo miró un rato con inmovilidad de animal en acecho, y al notar que respiraba, huyó con rapidez. El silencio se la siesta, en aquella isla del Delta, era impresionante. Un pájaro cayó de pronto, herido en plano vuelo por la canícula, y se oyó el ruido de su cuerpecito al chocar en tierra. Inmediatamente un ejército de hormigas lo rodeó para devorarlo.
Fidel Ballesteros era un hombre de unos cuarenta años, curtido por el sol y acostumbrado a jugarse la vida aún por nimiedades. El peligro tenía para él un atractivo irresistible; y cada vez que lograba salir con éxito de alguna empresa, el gozo que sentía lo compensaba con creces de sus tribulaciones anteriores.
-El gustito de la muerte da valor a la vida- Era un valiente y un aventurero, porque durante su existencia había sido baqueano, cazador de ballenas, soldado, fogonero en un barco que había dado la vuelta al mundo, aviador y hasta contrabandista; y sería cualquier cosa, menos un burgués. No obstante en el fondo era un buen sujeto, incapaz de hacer daño a nadie a sabiendas, enamorado de la vida y de sus caprichos. Hijo menor de un médico que había muerto joven y de una madre que se había vuelto a casar, huyó de su casa siendo todavía niño, a raíz de una paliza de su padrastro. Y nunca más había sabido nada de los suyos, hasta que un azar inesperado le reveló la muerte de su madre, a la que lloró profundamente, pero sin lágrimas exteriores. La vida le había enseñado a disfrazar sus sentimientos, y lo había vuelto duro. Era un tipo curioso ese Fidel. Cuando la fortuna lo favorecía, se convertía en un señor y andaba vestido como un príncipe. Pero casi siempre su aspecto era el de un vagabundo.
Aquella tarde, mientras trataba de rememorar por qué se hallaba en aquel estado y en un lugar tan solitario, Ballesteros se sintió tan débil, que creyó llegada su última hora. Pero no era posible que se rindiera a la muerte sin luchar. Con un esfuerzo sobrehumano se incorporó y miró a su alrededor. A su izquierda se extendía el Paraná, enorme y dorado, limitado por orillas llenas de sauces y a su derecha, un pequeño gato montés le clavaba la mirada, semiescondido entre unos juncos. Fidel pensó con aprensión en las hormigas que podían atacarlo en cualquier momento antes de que él consiguiera moverse. Milagro que no se hubiesen acercado ya…
De pronto, Fidel empezó a recordar. Era de noche… Era en El Bagre, barco pesquero… El Bagre, los amigos Blas y Gilberto, la pesca del pejerrey, los otros hombres que lo acompañaban… ¿Dónde estaba todo eso? Un calofrío de horror le sacudió haciéndole abrir los ojos. El temporal… Catorce horas luchando con las olas…El grito de Blas al caer: “¡A mí hermano, me ahogo!” Y las manos crispadas que se extendían hacia él, tardías… Después, Gilberto, barrido por otra ola. Y el grumete, el pequeño Luis… Y al final, el barco que se hundía, con los palos rotos, vencido, inerme, con algo de animal que sucumbe… Y Fidel apenas atinaba a asirse a un cable, y que, al caer al agua, chocaba con algo blando; el camalote, acaso, el mismo camalote que lo había llevado a la orilla…
Exhausto por el esfuerzo de su memoria, Fidel se dejó caer otra vez, con un gemido. Sentía ira contra sí mismo por estar tan débil, tenía ganas de llorar. ¿Cuánto tiempo había estado allí? Podían haber sido años. Miró hacia la izquierda, y sintió que se le erizaban los cabellos. Una fila de hormigas negras se le acercaba con rapidez. Era la primera avanzada del enemigo tan temido. Pero no se dejaría devorar, no faltaría más. Tampoco moriría. Lucharía hasta vencer a la misma muerte.
II
Y Fidel venció en la furiosa lucha empeñada entre su voluntad contra todos los elementos que podían aniquilarlo: - sus heridas, la sed, su impotencia de moverse, las hormigas y la fiebre que a ratos anulaba su mente. Venció, cuando más de un hombre se hubiera entregado en semejantes circunstancias. Pero Fidel era un luchador. En cuanto le fue posible, se arrastró hacia un arroyuelo que desembocaba muy cerca, en la orilla del río, y sumergió en él parte de su cuerpo y la cabeza, hasta que se sintió mejor. Luego se fue metiendo lentamente en el borde fangoso, hasta que el agua le cubrió casi todo el cuerpo… El líquido fresco fue reanimándolo, y a la vez que lo libraba de hormigas, mosquitos y tábanos, le aliviaba la sed. Así comenzó a tiritar; pero ya se sentía menos débil, y por la mañana pudo alimentarse con algunas frutas silvestres que le parecieron el manjar más delicioso que había comido en su vida. Dos días después, con una trampa, logró cazar dos patos salvajes que asó en una pequeña fogata, encendida mediante el frote de dos palitos. Robinson Crusoe no lo hubiera hecho mejor.
Durante días y días continuó Fidel llevando esa vida dura y difícil, temeroso de los animales dañinos, pero más todavía de los forajidos posibles que pudiesen llegar a u islote. Ya sabía él que más de un “sin ley”, como lo llamaba, solían refugiarse en aquellas márgenes, viviendo también ellos como salvajes, siempre dispuestos a matar a quien tuviera la desdicha de descubrirlos.
Sólo tres meses después pudo Fidel volver a la civilización. Fue recogido por unos pescadores que pasaron con su barca no lejos de allí. Fidel no los conocía. Como era hombre prudente, no mencionó El Bagre, ni dijo palabra de la desgracia que le ocurriera. Se presentó con un nombre supuesto: Federico Beltrán. Sus nuevos amigos, por pedido de Fidel, lo desembarcaron en el mismo pueblecito costanero de donde zarpara El Bagre con su cargamento humano, meses atrás. Y allá lo dejaron, con el vago temor de que se tratara de un delincuente. Fidel los miró alejarse con pena. No tenía ni un centavo. Era menester volver a empezar.
III
Flaco, con las barbas crecidas y las ropas hechas jirones, vagó Ballesteros aquella noche por las calles del pueblo sin que nadie lo reconociese y sin darse a conocer. Tenía hambre, pero ya comería al día siguiente. Esa noche dormiría en cualquier rincón, y por la mañana daría cuenta a las autoridades del pueblo de lo sucedido a El Bagre y sus ocupantes. Seguramente era él el único sobreviviente de la catástrofe. Podía relatar cualquier historia fantástica para darse tono, pero diría la verdad: nada más que la verdad.
A eso de la una, Fidel se instaló en un banco de la plaza y durmió en él toda la noche sin que la policía lo molestara. Un sonar de campanas, seguido de una charanga de cornetas y tamborines, lo despertó agradablemente. Una pequeña banda salía de la iglesia , acompañando a los principales personajes del pueblo: el jefe del municipio, el comisario, el médico, el párroco, el farmacéutico, y algunos vecinos caracterizados, seguidos por el público. Todos se encaminaros al cementerio local, que quedaba próximo, mientras los músicos se entregaban a su marcial frenesí. Fidel miró el reloj de la iglesia: eran ya las nueve… ¡Qué pesadamente se había dormido! Pensó que lo mejor sería acompañar al cortejo, para ver de qué se trataba. Y se mezcló al público que seguía la charanga. Vio en las primeras filas unas mujeres y a unos niños enlutados y llorosos, que no conocía. Acostumbrado a dejarse conducir por lo que él llamaba “circunstancias inevitables”, se olvidó también de que tenía frío y hambre. Ya pensaría en eso después.
Paso a paso, el cortejo legó hasta el atrio del cementerio. Empezaron los discursos. Seguramente se trataba de un homenaje a algún muerto ilustre. Tomó la palabra el poeta del pueblo… y de pronto a Fidel le pareció que el pulso se le paralizaba. El orador aludió a la heroica gesta de unos pescadores perdidos durante un temporal, gesta cuyos magníficos ecos habían llegado hasta el pueblo. Citaron a Blas, Gilberto, a varios de los otros… y también a Fidel. Y contaron hazañas inauditas, heroicidades de las que ni el mismo protagonista había tenido noticias; Blas había dado la vida por Gilberto; pero el más valiente de los valientes había sido él, Fidel, quien había resistido los furiosos embates del temporal hasta quedar poco menos que destrozado. Se habían encontrado todos los cadáveres, menos el suyo. Pero la Justicia que preside los actos de los hombres no había permitido que los oscuros héroes quedaran ignorados; y he aquí que un niño, el grumete Luis, único sobreviviente de la tragedia, quedaba como testigo para confortar con su relato a las viudas y a los huérfanos…
Fidel reconoció al chiquillo, que el poeta elevó en sus brazos para que el público lo viera bien. Era una criatura pálida y de ojos azorados y soñadores, a quien solían llamar “el andaluz” por su propensión a exagerarlo todo.
“¡Y este niño continuó dramáticamente el poeta del pueblo- este niño debe la vida al archi-héroe Fidel Ballesteros, quien se quitó su salvavidas para dejárselo a él. Y no contento con eso, lo ató a una tabla con un cable, para que las aguas alborotadas no pudieran arrastrarlo a sus siniestras profundidades. A los dos días lo encontraron flotando en el Paraná, desmayado, pero vivo!… ¡El héroe Ballesteros dio su vida por este inocente… Pido un aplauso a su memoria!”
Los circunstantes aplaudieron conmovidos. El mismo Fidel estaba emocionado. ¿Cómo? ¿Será verdad que había hecho eso? De pronto recordó que, efectivamente, había atado al niño; pero del salvavidas no se acordaba.
El discurso terminó entre la callada emoción del público. Las mujeres lloraban. Después, los circunstantes se dirigieron hacia un sepulcro común, en donde reposaban los restos de los héroes, y colocaron pomposamente en él una placa de bronce. Por último se retiraron sin reparar en el macilento mendigo que los miraba con ojos asombrados y tristes, sin saber qué pensar ni qué hacer. Sólo una misérrima anciana puso al pasar una moneda en la mano de Fidel, pensando que, al fin, encontraba a alguien más pobre que ella.
Cuando Ballesteros quedó solo, se acercó a leer las palabras de la placa:
“A los malogrados tripulantes de El Bagre, porque supieron morir como héroes, sus conciudadanos agradecidos les dedican el mejor y el más sentido de sus homenajes”.
Y después venían los nombres: Blas Estévez, Gilberto Manacorda, Fidel Ballesteros y otros más.
-Ésta es la gloria- murmuró Fidel. Y él, que había pensado dirigirse a las autoridades del pueblo para hacerles conocer la desgracia de El Bagre, cambió inmediatamente de opinión. Ya que Fidel Ballesteros había muerto como un héroe, seguiría muerto para el mundo. Años, quizás siglos, pasarían antes de que se borraran esos nombres de la placa de bronce: sus huesos estarían hechos polvo en la tumba, se olvidarían los detalles de la heroica gesta, no persistiría ni siquiera el eco de ella en el recuerdo de las generaciones futuras; pero su nombre seguiría allí: Fidel Ballesteros… muerto como un héroe.
Sí: Fidel Ballesteros no debía resucitar.
Y el hombre tan locamente enamorado de la vida, prefirió en ese momento la gloria a todo lo demás. Y después de besar la placa de bronce que lo consagraba a la admiración de aquellos que la leyesen, salió del cementerio y tomó cualquier camino que lo alejase del pueblo. Ya ni se acordaba de que tenía hambre. Se sentía como redimido de su absurda existencia de humillaciones y miserias. Y seguía murmurando conmovido:
-Ésta es la gloria… Sí, la gloria…
La verdad era que Fidel Ballesteros no había vivido en vano porque había sabido “morir”.
El mejor cuenta. Refleja la sensibilidad de la autora.
ResponderEliminarCuento
EliminarQuise decir cuento, no cuenta. Perdón.
ResponderEliminarmuy god
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