Los Pinos es un pequeño pueblo del partido bonaerense de Balcarce, nacido, como tantos otros, al costado de la estación del Ferrocarril General Roca. Hacia la primera mitad del siglo XX alcanzó su mayor esplendor a raíz de la explotación de una importante cantera, hoy inactiva, que funcionó en la sierra ubicada al sur del poblado. Actualmente su población no alcanza los quinientos habitantes.
En un desfile gaucho, realizado en la ciudad de Balcarce, conocí a don Israel Silva, un residente pinense que integraba un grupo de jinetes que representaba a esa localidad. En esa oportunidad me acerqué a él para sugerirle la corrección en el manejo de la bandera. Él manifestó conocerme, y su interés de conversar conmigo; desde entonces compartimos la defensa de nuestras tradiciones nativas y una amistad que sólo interrumpió su deceso producido el 1 de mayo del año 2000.
Silva había nacido en Chile y, cuando aún era niño, su familia se había radicado en la región de Neuquén; ya adulto emigró a la provincia de Buenos Aires. Era un personaje de características propias y originales que acostumbraba a vivir con lo que tenía a mano, con lo que la propia naturaleza le brindaba: cazaba nutrias en las lagunas y arroyos; juntaba helechos en las sierras para comercializarlos, hacía leña en los montes y changas de resero, mensual de campo, alambrador, juntador de maíz, amansaba algún potro, y otras tareas varias. Solía decir: “El hombre puede ser mulita, pero no de las muy chiquitas””
Solíamos reunirnos para charlar durante horas, mientras lavábamos varias cebaduras de mate; tenía una astucia mapuche y eso nos llevaba por los caminos de la historia, la conquista del desierto, las grandes matanzas y siempre hacíamos proyectos de recorrer la zona sureña donde aún tenía parientes y amigos.
En una ocasión arrendé una sierra de más o menos cien hectáreas y llevamos una casilla al lugar. Allí se instaló este gaucho, con sus perros y algunos caballos míos que él utilizaba para bajar el helecho desde las partes altas de la sierra. Con motivo de recorrer la hacienda vacuna, lo visitábamos casi todos los días. Las sierras son lugares pintorescos y apasionantes, no tan sólo por el paisaje sino por su flora y fauna, en la que no faltan los pumas, que llegan a comerse a algún ternero; merodea una clase de águila marrón que evita la proximidad de las personas y simplemente se la puede ver volar a gran altura. Hay grandes lagartos y temibles serpientes “yarará”, muy venenosas, que por fortuna no vemos con frecuencia, ya que normalmente evitan el contacto con las personas; también hay liebres, perdices comunes y las majestuosas “coloradas”, que suelen sorprender al caballo cuando imprevistamente salen volando del pajonal. Vive allí el astuto zorro, popularmente llamado “don Juan”, que, acostumbrado a vernos cabalgar a diario, comprende que no somos una amenaza para él y nos observa desde corta distancia, tranquilamente sentado y entrecerrando los ojos. Hay también mulitas, peludos, cuises, comadrejas, hurones, lagartijas. También hay aves como “doña” lechuza mirona, con sus ojos redondos como periscopios de submarino; lechuzones, chimangos, caranchos, veloces cazadores aéreos como los aguiluchos y halcones; tordos, mirlos, pechos colorados, golondrinas, horneros, cabecitas negras, cachilas, chingolos, palomas, churrinches, que parecen gotas de sangre entre los curros y chilcas del lugar, y otras aves.
Describo parte de la flora y fauna serrana, para indicar que son lugares con vida propia, como parques naturales sonde se expande y se tranquiliza el espíritu humano al verse rodeado por el extraordinario ecosistema de esa enorme mole de tierra y piedras, que causa la sensación de que la creación recién comienza.
Silva, hombre acostumbrado a la soledad, tal vez por su ascendencia aborigen, vivía feliz y a sus anchas en este paraíso terrenal. Por lo general, al llegar al lugar ensillábamos y salíamos a buscarlo, comunicándonos con fuertes gritos que el eco repetía y agrandaba. Por eso, un día nos pareció raro hallarlo en el campamento a una hora en que habitualmente andaba por la sierra; estaba descompuesto y se sentía mal, cosa rara en él, que se veía fuerte y parecía gozar de buena salud. Nuestra única sospecha provino de que había comido una mulita que cazaran sus perros. Decidimos llevarlo al médico y al dirigirnos a la camioneta, sufrió un desmayo y tuvimos que cargarlo con mucho esfuerzo.
Fue hospitalizado y se diagnosticó que había sufrido un ataque hemipléjico. Mientras duró su internación me ocupé de sus perros, que eran su gran preocupación. Al recibir el alta regresó a su casa de Los Pinos, donde siguió recuperándose pero, lamentablemente, a los seis meses sobrevino otro ataque severo y falleció.
Aquí terminaría la historia, pero existe un hecho posterior a su deceso que es digno de mencionar. Unos dos años después arrendé otra sierra distante unos veinte kilómetros de la anterior. Un día, cuando junto a dos amigos recorríamos este lugar a caballo, vimos unos perros persiguiendo a una liebre; sabiendo que los perros cimarrones son muy dañinos y pueden comerse a los potrillos y terneros, comenzamos a pensar la forma de eliminarlos. De pronto desaparecieron de nuestra vista y nos olvidamos de ellos, absorbidos por la tarea de recorrer la caballada y por estar muy atentos a la marcha de nuestros montados, ya que es bastante peligroso cabalgar en la sierra. Cuando regresábamos bordeando el faldeo, notamos que desde lo alto, asomando entre los grandes peñascos, los perros nos miraban. Comentamos que eran muy bandidos y astutos al observarnos a la distancia. Seguimos andando, despreocupados, pero más adelante advertimos nuevamente esa actitud de seguimiento furtivo, que se repitió en dos o tres oportunidades más. Cuando faltaba escasa distancia para llegar a la tranquera que nos llevaría a la calle, yo cabalgaba en último lugar y noté un leve movimiento a mis espaldas, por lo que sujeté al animal, di vuelta y, a dos pasos, vi dos perros semiagazapados, moviendo la cola y mirándome con esos ojos de cariño y amistad que sólo ellos pueden mostrar. Di un grito y desmonté al reconocer a los perros de Silva: el “picazo” y el “corbata” bayo de raza indefinida; tal vez lo que más sobresalía en ellos era su ascendencia de galgo. Los acaricié y empecé a preguntarme cómo me habían reconocido a 300 o 400 metros de distancia, y que sentimiento perruno los impulsó a venir a saludarme. Luego, ambos animales nos siguieron un trecho, pasta que el “picazo” se alejó en dirección a Los Pinos, y el otro continuó hasta una casa ubicada a unos cinco kilómetros de la sierra, donde soltábamos los caballos; allí le di de comer y cuando nos retiramos se quedó muy contento en compañía de mi perro.
Al día siguiente el “bayo” ya no estaba y no lo volvía ver, pero conservo el recuerdo de esa dulce mirada, como agradecimiento, y también la duda que me acompañará de por vida: si ese noble sentimiento nació por lo que hice por ellos, o por su dueño.
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