El hijo no respondió ni sí ni no, ni se inmutó ni se alegró; cumplió a la letra las órdenes de su madre y salió de la casa como quien va a juntar margaritas. En el primer villorrio que halló al paso, vio a unas buenas gentes que aventaban el grano en una era. Para obedecer a su madre, se acerca a los trabajadores, va del uno al otro, arrastrando sus chanclos, se lleva por delante a éste, a aquel le pisa un pié, y acaba por hacerse mandar al diablo, primero sólo de palabra, luego a palos.
Todo molido se vuelve a casa de su madre y le cuenta su percance.
-¡Ah, grandísimo tonto! le dice ella- Esto te pasa por no haber sabido desenvolverte. ¿Acaso se aborda así a las gentes, sin decirles nada, sin la menor cortesía? Los ves aventando el grano ¡y bueno! las saludas con una amable sonrisa, los miras trabajar durante un rato, con aire entendido, y luego les dices: “¡Esto sí que es trabajar, canastos! No como lo hacen en mi pueblo…” Entonces la conversación se entabla, te enteras de una cosa y de la otra, y en el momento de despedirte les diriges palabras de esta especie: “Que Dios les bendiga, que Él les recompense, ¡ah!, bien merecido lo tienen; les deseo tanto y tanto como esto, que no tengan bastante brazos para llevarlo, que necesiten carros y que no lleguen nunca al final de la tarea” Entontes te hubieran dado una bolsa de cereales, y los hubiéramos cocinado para nuestra cena.
Al día siguiente el simplote se suelta de nuevo por los campos y, hacia la caída del sol, atraviesa una población en donde se entierra a un muerto. Muy seguro de sí mismo y orgulloso de su memoria, se apresta a repetirles las lindas frases que ha aprendido: “Que Dios les bendiga, buenas gentes, que Él les recompense, ¡ah!, lo tienen bien merecido; yo les deseo tanto y tanto como esto, que no tengan bastante brazos para llevarlo, que necesiten carros y que no lleguen nunca al final de la tarea”
No acababa de decir estas palabras, cuando todos los bastones del cortejo caen sobre su cabeza y más de un zapato traba relación con sus espaldas. Y ahí le tenéis que, de vuelta a su casa, reprocha quejumbrosamente a su madre el haberle metido en la cabeza tan singulares fórmulas de saludo.
-Mi pobre hijo le dice la madre,- no es culpa mía sino sólo tuya; ¿no comprendes ti equivocación? Deberías haberte puesto de rodillas, recitando Padrenuestros y Avemarías y después enton
ar un réquiem, llorando tan ruidosamente y tan de corazón como los herederos.
“Ahora, pensó el simplote, ya sé todo lo que pueda saberse en materia de oportunidad; le podría dar lecciones al sacristán y al escribano”
Algunos días después, le tenemos en la calle real de un pueblecito que está de fiesta. No hay sino risas, cantos, danzas, confites y ovaciones acompañadas de sombreros adornados con cintas que vuelan por el aire; no es difícil adivinar que se trata de una boda. Todo el mundo está alegre; los novios aparecen seguidos de un engalanado cortejo, en fin, todo es fiesta y algazara, de modo que no hay más que decir. De pronto, nuestro simplón, con voz estertórea, comienza: “De profundis clamavi ad te, Domine… Requiescat in pace”!
No necesito deciros lo que sucedió; no recuerdo ya el número exacto de costillas quebradas ni de dientes rotos que el infortunado llevó de vuelta a su casa. Todo lo que sé es que su madre no lo manda ya por el mundo a dárselas de hombre corrido, y que él mismo se santigua con espanto ante la mas leve alusión al sacramento del matrimonio.
Obra extraídas del libro “Iniciación literaria” por Delfina Bunge de Gálvez, Edit. H.M.E. 1937
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