Ten piedad de mí, dijo la roca
al espléndido lirio que mostraba
su encanecida cabellera.
Ten piedad de mí, de mis entrañas
que inocentes se abren ante tu raíz terca.
Oh, si, ten piedad.
El musgo mancha mis vestidos.
La hormiga y la araña
en mí hacen su cueva.
La lluvia debilita mis frágiles manos
y el sol envejece mis ojos de arena.
El cortante viento cincela mi pecho
y mi garganta llena
de extraños sonidos. La tierra
me cree una extraña, el liquen
conmigo medra.
Ten piedad de mí, caminante,
quienquiera que seas.
Aunque otras eligen monumentos gloriosos,
casas, palacios o quizás cementerios,
yo, en este sitio, alejada, desnuda,
a veces hollada, ignorada y grosera
elijo ser piedra.
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