sábado, 29 de junio de 2013

MORIR POR MORIR - Liliana Colavita

A veces añoraba con fervor la época en que la provisión de agua dependía del viento que movía las aspas del molino, o de la fuerza con se jalara la manija de la bomba sapo. El agua salía cristalina y fresca y nadie pensaba en la contaminación.
Teléfonos no había y se sabía que no había, por lo tanto, no se contaba con ellos. Tampoco se corría el riesgo de recibir una enorme cuenta por llamadas al exterior nunca efectuadas o encontrarse con que el celular no tenía señal, ni batería, ni crédito, justo cuando más se necesitaba.
El consumismo se limitaba a lo disponible en el almacén del barrio,  los entonces “ramos generales” hoy poli o multi rubros o lo que es mucho peor: supermercados. No había tarjeta de débito ni de crédito. Lo que se llevaba del almacén se anotaba en una libreta, por lo general de tapas de hule negras.
Los chicos jugaban a los indios, a las muñecas y a la bolita y se las ingeniaban para hacerse un carrito con rulemanes en desuso, ayudados por gentiles mecánicos que arreglaban carburadores con unas pocas herramientas.
Hoy los chicos juegan con la computadora y buscan en internet vaya a saber qué y miran por televisión vaya a saber cuánto. Los mecánicos no tienen tiempo para ayudarlos a hacer carritos porque están ocupados en aprender computación para arreglar los inyectores de los autos nuevos. Los padres tampoco tienen tiempo de ayudarlos porque están muy ocupados trabajando para ganar la plata que hace falta para comprar todo lo que ofrecen los poli rubros y supermercados.
Lo único que se conocía como paco eran un par de tíos del lado hispano de la familia, porque lo peor que tomaban los chicos eran los restos de los vasos de vino tinto del asado dominguero, mientras los mayores dormían la siesta.
En medio de esa ausencia de tecnología, alguno que otro se habrá muerto por no poder llamar a tiempo al médico.
Pero si se pudiera hacer una comparación cuantitativa de esos muertos con los que hoy mueren de infartos tallados a fuerza de hacer reclamos a contestadores automáticos en empresas proveedoras de servicios,  colas en el banco, o lenta acumulación en el organismo de analgésicos o tranquilizantes, quizá, el resultado sería sorprendente..
Y si la comparación fuera cualitativa, no le quedaba la menor duda que, morir por morir, era mucho mejor morir en casa asistido con afecto por la curandera del barrio y la parentela, que morir operado a medias porque falta una autorización del auditor de la obra social, porque justo se “cayó el sistema” cuando la estaban mandando por correo electrónico.

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