jueves, 4 de julio de 2013

El posadero tacaño y egoísta

Era un día gris, frío, desapacible.
Un pobre viandante se detuvo frente a la posada de un camino. En medio del patio, al calor de un buen fuego se asaban lentamente dos costillares de cordero. El caminante se acercó al amor de la lumbre y, sacando de la alforja un trozo de pan negro, lo aproximó al humo craso que despedía la carne. Ya que no podía saborear el apetitoso manjar, se conformaba con impregnar su pan duro con el vaho bien oliente.
El posadero, que de tanto en tanto se asomaba a cuidar el asado, no vio con buenos ojos la presencia del viajero. Pero, como no podía impedir que éste continuara su magro almuerzo, su egoísmo le sugirió la idea de sacar provecho de la ocurrencia del pobre hombre.
Estaba por reiniciar su jornada el viandante cuando el tacaño lo increpó:
- ¿Piensa marcharse sin pagar?
- ¿Pagar? ¿Qué me ha servido usted?
- Yo, nada, porque se ha servido usted mismo. Pero el humo con que sazonó su pan era de mi pertenencia.
- ¿Piensa cobrarme el humo?
- ¿Y por qué no? ¿No formó parte de su almuerzo? En mi posada se paga todo lo que se consume.
El interpelado iba a replicar con violencia, pero, dulcificando la expresión, exclamó:
-Realmente, si ésa es la regla en su establecimiento no hay otro remedio que cumplirla.
-¿Y me pagará usted?
-¡Cómo no! Y en un todo de acuerdo con sus razonamientos, que me parecen lógicos, muy lógicos. ¿Ve usted esta moneda de plata? Es lo único que tengo.
- Es suficiente para cobrarme lo mío.
- Tóquela, tóquela.
- Parece buena.
- ¿Si? Pues bien; oiga el sonido. ¿Qué le parece?
- Bien, bien.
- Óigalo otra vez  y al decir esto el hombre hacía tintinear la moneda sobre una ancha losa-; ¿qué tal?
-Ya le he dicho que está bien.
- Pues, entonces... hasta la vista, señor posadero; está usted pagado.
Metiendo de nuevo la moneda en su bolsillo, el viajero se dispuso a partir.
- ¡Cómo! ¿Pagado? ¿Con qué?
- Pues, con el sonido, señor mío. Usted me vendió el humo de su carne, regalo del olfato, y yo le he pagado con el tintineo de mi moneda, deleite del oído.
La carcajada unánime de los parroquianos que habían presenciado el diálogo confundió aún más al asombrado posadero. Entretanto, el ingenioso caminante se alejaba a buen paso silbando un aire alegre.

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