jueves, 4 de julio de 2013

El rescate de Atahualpa - Jorge Dágata

A mi hermano Mario, degustador de historias, esta visita al Cuzco, un día de 1533.

Subo a los jardines que rodean el palacio. La agitación extraordinaria que domina la ciudad, ya es aquí un caos de objetos en movimiento y muchedumbres en agria disputa.
Acabo de ver cómo el Sol que dominaba la gran sala padece el ocaso. Su material, lágrimas del astro que figura, será licuado para confirmar la metáfora. La curva resplandeciente, cuadriculada en destellos medidos: el quinto exacto para el emperador, si el largo camino plagado de manos no desmiente el álgebra.
Hay en los jardines un espacio encantado. Una alfombra representa la sagrada tierra y en ella cada brizna es de metal, vivo y húmedo de luz. La carne de las llamas es de oro y plata y se siente palpitar el músculo y fluir la sangre invisible. En cada arbusto vibra el aire de la puna, hojas y ramas se perciben en movimiento ascendente hacia el cielo extrañamente cercano, en dúctil liviandad, como si aún en ellas trabajara la mano que las levanta desde el sacramento hacia la adoración, de la tierra al azul. Se presiente que esos pájaros escamados de sol y luna volarán para consumar la unión.
En un rincón callado medita el orfebre. Ya recibió la orden terminante, que no discutirá. Todo su cuerpo es un gesto que transparenta la magnífica batalla interior. Aunque no pueda verme, aunque no pueda oírme, entiendo su lenguaje. Ha llenado sus horas para dar forma a esta vida. Él pudo trasmutar la verde esmeralda, del frío inerte a la savia pulsante.
Cada trino del mutismo inmemorial de la mina de oscuro dolor a la suprema libertad de este espacio hechizado.
Pero en la cima escarpada ya encendieron los hornos.
El viento insufla la destrucción, el regreso a los orígenes, a la sombra, al silencio. Sólo deben sus manos retroceder en la obra, desarticular, separar, asesinar, fundir la sonrisa en lágrima. Y lo hará. No es esa su batalla.
Alza un brazo y a su impulso acontece el milagro: veo girar un torbellino de mariposas de liviandad inconcebible. Mariposas, instantes de metamorfosis. Mariposas, partículas de metal hecho poesía. Alegres campos de libertad en flor, adoración al dios generoso que renace entre las montañas. Van en caída leve a poblar las ramas y la hierba.
Sólo una ha quedado en su mano. En la cima escarpada, los hornos esperan. A sus pies, en la ciudad, la multitud se entrechoca, fusionada a lo lejos en limo que rueda hacia el mar. Una sola. Su quinto es... nada.
El orfebre la levanta entre sus dedos y la veo girar sobre los muros de piedra. Es ahora, invisible, un lugar imaginario en la vasta puna, una gota de libertad sobre la muchedumbre sometida. Atahualpa, de todos modos, será rescatado.


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