jueves, 4 de julio de 2013

Un cuento inglés Por Ezequiel Feito

En aquella destemplada tarde de otoño londinense, me encontraba en mi habitación preparándome para escribir un cuento sobre espectros y aparecidos. Estaba sentado frente a mi escritorio recordando aquel viejo cuento de A. Ireland, cuyo título, si mal no recuerdo era “Final para un cuento”, donde había una dama y un fantasma o algo por el estilo.
La cuestión es que, inspirado por aquel escrito, tomé mi pluma mientras afuera, un día brumoso y poco apacible amenazaba con hacer quedar a toda mi familia dentro de casa, en total oposición a la saludable costumbre que venían teniendo desde hace varios años, de pasear juntos por Brook Street y dar una vuelta por los alrededores del Hyde Park, aunque justamente esta tarde esperábamos a nuestro buen tío Kilmore que recién había llegado de la India luego de 20 años de fiel servicio a Su Majestad.
Quizás inspirado por todo eso, de repente comencé a escribir el siguiente relato:
“Estaba mister Sherrinford caminando por los bajo fondos de Temple Pier llevando consigo algún dinero para comprar aquel inapreciable diamante recién sacado de las minas del sur de África.
Llevaba unas excelentes botas de cuero marrón, pantalón de franela gris y un Bunberry color habano, e iba tocándose de trecho en trecho  su sombrero de fieltro cuya banda ostentaba una pluma de perdiz.
Mientras caminaba hacia la salida de un callejón infecto y peligroso, algo pareció perturbarle, aunque no demasiado porque prosiguió su marcha lentamente hasta el fin del tramo; entonces, dobló a la izquierda y, con monótono paso...”
En ese momento sonó mi campanilla. Eran las 5 de la tarde y tenía la impostergable obligación de bajar a tomar el té con el resto de la familia. Dejé, pues, sin concluir la línea, mientras que en el papel, Sherrinford seguía doblando perpetuamente a la izquierda con su paso monótono y yo bajaba pensando en los siguientes movimientos de mi personaje.
Al llegar a la mesa, ocupé mi lugar junto a mi madre y a la tía Wellis, la cual tuvo la impertinencia de preguntarme qué estaba haciendo.
Mi madre, contestando por mí con su gracioso acento galés, le dijo que estaba escribiendo.
- ¿Escribiendo? ¿Qué estás escribiendo, Willis?  dijo mi tía con verdadero interés, llamándome por mi sobrenombre.
- Un cuento-le contesté solemnemente.
- Espero que no lo hayas ambientado en esos bajo fondos del Embarkment. A mí me resultaría muy escandaloso que lo hagas, a pesar de que hoy, en Londres, casi todos los cuentos y novelas empiezan por allí.
- ¡Por supuesto que él no hace esas cosas! terció mi madre antes que pudiese decir algo. El siempre escribe sus cuentos teniendo los hermosos los bosques de Salisbury como fondo y paisaje.
- ¡Faltaría más dijo mi padre- que alguien de nuestra familia escribiera sobre esos escandalosos lugares del puerto, llenos de crímenes y de infamia!
- Yo, en realidad... aún no empecé mentí- Ni siquiera elegí un lugar para mi cuento.
- Y espero que el tema sea el apropiado; ya hay mucha literatura mala en este mundo para que un miembro de nuestra familia, de la honesta familia Kesington, escribiera aún más de ello.
- Todo lo que se escribe debe ser altamente moral sugirió mi tía, a quien la sola mención de Poe la escandalizaba.  Dejemos todo lo demás para nuestros primos del Atlántico.
Terminé mi té y, subiendo a mi cuarto, comencé a reconstruir mi relato:
“Estaba mister Sherrinford caminando por los verdes campos de Salisbury, cerca de unos brezales y algo alejado del camino que llevaba a Reading, llevando consigo algún dinero para comprar aquella casa de la colina. Vestía unas excelentes botas de cuero de búfalo, breeches y gorro de fieltro, cuya banda ostentaba una pluma de perdiz. Cuando iba llegando a un claro del bosque, algo pareció alegrarlo. Con sencilla discreción ocultó varonilmente ese sentimiento y prosiguió su lenta marcha hasta el fin del sendero, el cual daba a un bello camino rural.
Mister Sherrinford dobló hacia la derecha, y con monótono paso...”
De nuevo sonó mi campanilla. Miré el reloj: eran las siete. Exactamente a esa hora y como lo había prometido, llegaba el tío Kilmore y la familia se aprestaba a darle los honores que de rigor le correspondían.
Mi tío se sentó junto a mi padre y comenzó a hablar de la India, llegando a contar, casi ininterrumpidamente y con todo detalle posible, sus diez primeros años de vida en ella.
Nosotros lo escuchábamos apasionadamente, o eso al menos parecía, hasta que no sé por qué circunstancia, mi madre tomó la palabra mientras mi tío bebía su tercer whisky con soda.
- ¿Sabes que Willis está escribiendo un cuento?  dijo orgullosamente-
- Y ambientado en las hermosas tierras de Salisbury  -continuó mi tía.
- Y moral, muy moral, como corresponde a nuestra familia  enfatizó mi padre.
- ¡Muy bien Willis! dijo mi tío saludándome efusivamente. ¡Pero que muy bien! Sólo te pediría un pequeño favor como tío tuyo que soy, y se que no podrás negármelo...
Y sin esperar respuesta continuó:
- ¡Quiero que lo ambientes en la milenaria India; en Madrás; una de las joyas más importantes de la corona y orgullo de nuestras colonias!
- ¡Muy buen punto, Kilmore! dijo mi padre- Pero hijo, acuérdate que sea moral, muy moral.
-Ese cuento, en realidad, sería un acto de patriotismo al reconocer la abnegación de nuestros soldados en colonizar esa tierra y mantenerla bajo el dominio de Su Majestad.
-De seguro encontrarás algún hermoso paisaje en la India donde ambientar tu cuento. Hazlo Willis dijo mi madre.
-¡En Madrás! Recordó mi tío
-Vamos, ve hacia arriba volvió a decir mi madre- y espero que esta conversación haya sido de inspiración para ti.
Me levanté, saludé a los cuatro y subí por segunda vez las escaleras que daban a mi cuarto, sintiendo que los ojos de todos estaban pegados a mi espalda.
Me senté, saqué nuevamente lo que había escrito y suspirando comencé a escribir:
“Estaba mister Sherrinford caminando por las anchas y floridas calles de Madrás, cerca de los coloridos muelles de la costa de Coromandel, llevando algún dinero para comprar aquel oculto libro de sabiduría. Vestía un traje de mezclilla blanco y ...”
Estaba más o menos al fin de mi relato, en la parte aquella de: “entonces siguió derecho, y con monótono paso...” cuando unos violentos campanillazos volvieron a interrumpirme. Me pareció que no había nadie en casa. Seguramente habían salido a dar alguna vuelta con el tío Kilmore, por lo que, bajé las escaleras y abrí la puerta. Ante mí apareció un hombre vestido con unas excelentes botas de cuero marrón, pantalón de franela gris y un Bunberry color habano. Me saludó cortésmente tocándose el ala de su sombrero de fieltro cuya banda ostentaba una pluma de perdiz.
No se por que me pareció conocido. Lo saludé y al preguntarle el motivo de su visita dijo:
- Buenas tardes Willis. Soy mister Sherrinford, creo que usted me conoce. Sí. Ya veo. Por la cara que pone me parece que voy siéndole más conocido. Bueno, no quiero entretenerlo mucho señor mío, pero ¿le parece correcto que un personaje maduro como yo deba pasar por tantos cambios de opinión? ¡Y encima con una salud precaria como la mía, ir de un húmedo muelle en Temple Pier a la fría campiña de Salisbury para luego freírse bajo el sol de Madrás!
Mi estimado cuentista, ¿cree usted que el capricho de la gente - y aún el suyo- debe ser tenido en cuenta a la hora de escribir, maltratando así y sin razón a cualquier personaje con esas idas y vueltas?
No es serio, no señor, lo que usted hace. Para empezar: ¿Por qué lo ambientás en Inglaterra si vivís en la Argentina? ¿Te parece mejor Temple Pier, Salisbury o Madrás que Buenos Aires, Balcarce, La Plata, Necochea o el pueblo donde vivís?
Vos no te das cuenta qué ridículo y torpe es que un inglés o un africano escriba un cuento o una novela ambientado en algún pueblo de la Argentina, posiblemente sacado de alguna enciclopedia, cuya cultura y costumbres desconoce por completo. O que algún funcionario de segunda, o un periodista, un político, un gerente de banco o lo que sea, censurara algo por el simple hecho de que “No le gusta porque para él es algo inmoral o le faltaría una moraleja”
¿Desde cuándo la gente, que cambia según su antojo y conveniencia el concepto y las reglas de la moral, es juez justo de ellas? Además, mírame bien: Mi descripción es pobre; ni siquiera has hecho el esfuerzo de buscarme una vestimenta más o menos adecuada al lugar donde querés que comience a trabajar. Este maldito sombrero me lo hacés llevar a todas partes si ninguna razón... ¡Y vos le llamás a esto escribir! ¿También te creés que los demás piensan que sos una persona culta porque ponés palabras difíciles a tus relatos?
¿Dónde aprendiste a escribir? ¿En una secretaría de cultura o en un taller literario? Hasta mi nombre es ridículo: Sherrinford. ¿También tenés miedo de que tus personajes sean parecidos a aquellas personas que “No se deben mezclar en cosas raras” o tienen el carácter de “intocables”?
Todo esto es ridículo. Me siento maltratado por vos, y por lo tanto, declino el sospechoso honor de pertenecer a tu cuento.
Y tomando su sombrero de fieltro cuya banda ostentaba una pluma de perdiz, se retiró de mi pieza diciéndome:
- “¡Hasta nunca y olvídate de mí!”
Me sentí profundamente desconcertado. Mi personaje principal acababa de abandonar mi obra. ¿qué iba a hacer ahora? ¿Qué escribiría?
Todo lo que tenía en mi mente dependía de él, y al retirarse, toda la obra se venía abajo.
Me senté al borde de la cama completamente desalentado. Una cumbia que a todo volumen salía de un auto no me dejaba pensar. De repente mi vieja abrió la puerta y trayéndome un mate me dijo:
- Nene, vení a tomar unos mates a la cocina, que vinieron los tíos de Berisso. Tu viejo fue a comprar más facturas y ya estará por llegar.
- Sí, desde que lo rajaron de la fábrica está casi al pedo le contesté devolviéndole el mate. Me peino un poco y voy.
Salí de mi pieza. Al pasar delante de la ventana del comedor, vi que por la calle circulaba perezosamente uno que otro auto en esa maldita mañana de domingo. Saludé a mis tíos, quienes trajeron un paquete de masas y recién lo estaban desenvolviendo. En  eso llegó mi viejo con las facturas calentitas, mientras que mi vieja renovaba la cebadura.
-Ah, sí  le contaba mi viejo a tío Pepe- el Fede está escribiendo un, un... cuento. Desde los doce años se le da por eso de escribir poesías y no se que más, ¿no es cierto, Fede?
- Si, pero cositas sencillas, nada más. Me la rebusco nomás.
-Bueno, a ver si nos mostrás algo algún día.
- ¡Pero Luis! ¡Dejalo tranquilo al chico, no lo jodas! ¡Que haga como quiera!
“Como quiera”  repetí yo para adentro mientras iba tomando un mate y comiendo una medialuna. Por la ventana pude ver pasar a un viejo vestido con unas excelentes botas de cuero marrón, pantalón de franela gris y un Bunberry color habano, tocándose de trecho en trecho su sombrero de fieltro cuya banda ostentaba una pluma de perdiz mientras se reía como si hubiera hecho una travesura.

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