jueves, 4 de julio de 2013

TEXTOS DE JUAN PARROTTI

Muy poco citado (hasta diríamos casi olvidado), Juan Bautista Mateo Parrotti, maestro del periodismo de Córdoba, falleció en el año 2005 a la edad de 72 años. Se inició en su profesión en el año 1958 en el periódico Meridiano. Dos años después comenzó a trabajar en La Voz del Interior como corrector de pruebas. Luego, se encargó de la críticas teatrales y cinematográficas, y en los años 70’ trabajó en la revista Hortensia, (creación del gran Cognini, otro gran dibujante olvidado) teniendo a su cargo una columna sobre temas de actualidad, de donde hemos sacado estos textos
Parrotti fue un agudísimo observador del hombre, al mejor estilo de Arlt, Scalabrini y Wimpi. Sus relatos, observaciones y pensamientos, aún vigentes, nos siguen sorprendiendo por su frescura y originalidad. Pero menos título... Vayamos ahora a los textos...


Predicciones del pasado 

Perogrullo se quejaba de lo difícil que le resultaba predecir el futuro, para él era más fácil predecir el pasado.
Siendo menos que Perogrullo, a mí me resulta tan difícil imaginar al hombre del futuro como al del pasado. Voy a tratar de irlo aclarando, pues si bien escribo de noche, no es una excusa para que el texto sea tan oscuro.

Conozco al hombre del pasado, gracias a las largas lecturas que fueron complementadas con actitudes de mis abuelos, de mis padres y de otras personas, recuerdos que atesoro en mi mundo interior. Actitudes que me asombraron de niño y me emocionan ahora.
Esas conversaciones serenas, sostenidas entre mi abuelo y sus amigos; los nombres de las personas de quienes hablaban, la descripción física de ellas, desfilan ahora ante mis ojos, sus imágenes aparecen fugazmente en la vieja máquina de escribir.
Veo entonces a don Hipólito Yrigoyen en sus momentos de mayor gloria y también en momentos de infortunio y entonces tengo que volver líneas arriba, donde digo que me cuesta imaginar al hombre del pasado. Después de haber sido dos veces presidente de la nación, su patrimonio consistía en una cama de bronce y una salivadera. La holgazanería me aconseja escribir: era otra época, y terminar con mis cavilaciones.
Pero, al menos esta vez, logro vencerla. Es como si estuviera pisando un terreno misterioso y la situación empieza a gustarme. Me dejo ganar por la vanidad y pienso que lograré penetrar ese mundo interior.
Conocer a ese hombre áspero que huye de las multitudes, porque con ellas vienen los elogios, los aplausos, enfervorecidos siempre, sinceros casi siempre.
Huye, no de lo suntuoso, sino de un mínimo bienestar, huye de los aplausos tan deseados por los hombres comunes. ¿qué desea entonces? Gobernar para distribuir justicia que no es otra cosa que darle a cada uno lo que le pertenece, según la magistral definición de justicia que hiciera el finado Sócrates. Gobernar para que su país fuera grande y respetado.
Y reaparece su vieja cama de bronce; construida teóricamente, para dejar en ella sus fatigas. Se me ocurre que acaso dejara en ella su descanso físico, nada más, puesto que su cerebro de estadista no descansaba.
¿No habrá nacido en la soledad de ese cuarto- la decisión de saludar a la bandera dominicana y no a las banderas de los barcos invasores norteamericanos? La soledad es necesaria, indispensable, para la germinación de las ideas grandes. Cualquiera elabora pavadas en el barullo de un boliche.
¿Es improbable que, testigo las paredes, haya decidido enfrentar y golpear donde más le dolía al país más poderoso del mundo, desbastándoles el negocio del petróleo en la Argentina? Cuesta creer que, desde ese cuarto miserable haya hacho temblar a los poderosos magnates, dueños de todo el dinero del mundo, que, con todo, no les alcanzaba para comprar a este hombre y, como no podían comprarlo, lo derrumbaron.

Si, cuesta mucho comprender a los hombres del pasado, tanto que, al cerrar esta nota no estoy seguro de haber escrito, a propósito de don Hipólito Irigoyen o del doctor Humberto Illia, otro hombre enigmático del que suelo hablarle a mis hijos. Hombres extraños. Todo material se funde, decía el gran físico, la cuestión es saber el grado de calor que necesita. Todo hombre se vende, parafraseaba Napoleón. Uno llevó a la equivocación al otro, al menos con estos hombres. Y la multitud desenganchó los caballos y al hombro llevaron su carruaje, dice mi abuelo y se pierde en la bruma, el hombre se ha sentido convocado y no podía fallarse, era un hombre del pasado.


Un negocio absurdo de trueques  Canje de luz por sombra

Esas personas que caminan cabizbajas, ¿están apesadumbradas, preocupadas, tristes? O son gente precavida que no quieren caer en una de las tantas trampas que la vereda le prepara a cada paso? Creo que las hay de las dos vertientes y también que una de esas personas puede estar apesadumbrada y no quiere estarlo más todavía si llegara a fracturarse los huesos de una pierna o de un brazo, que todavía sirven.

Se me hace cuesta arriba entonces distinguir un triste de un prevenido. Los dos me interesan. Soy humano y nada me es ajeno, decía Terencio o Plauto, el recuerdo es muy borroso, pero creo que fue uno de ellos el que dijo eso.
Ahora bien, si el individuo es un triste, acaso por una infancia desdichada, quizá por una infancia linda a la que añora como loco, ahora que la coteja con su situación actual, creo que debería serenarse y realizar un promedio. En una de ésas son más los años felices que los otros.
Si es un hombre es precavido y no quiere verse fracturado, colgando una pierna revocada en el espaldar de una cama de hospital, lo suyo es muy loable. No sé si efectivo, porque por mirar hacia abajo quizás no vea a los dos muchachos que vienen en divertida carrera derrumbando ancianos o, lo que es peor, no note el avance de una anciana que, armada de un paraguas, viene derechito hacia él o, para ser más precisos, derechito hacia sus ojos.
Quedaría entonces el triste y precavido a la vez. Pasear su tristeza con tanta precaución me parece un exceso. ¿Quién le va a robar la tristeza o la pesadumbre? Nadie, ya que esas cosas no se aceptan en  las mesas de dinero. Si es un hombre triste puede ser también un hombre confiado.
Y llegado a estas líneas, imágenes que estaban quietas formando parte de mi paisaje espiritual, desfilan ante mis retinas y hasta se posan en mi vieja máquina de escribir.
Son los ladrones de tristezas que existieron en mi ya lejana y gloriosa infancia. Llegaban en un carromato, armaban una carpa y anunciaban la función debut y, al menos por un rato, se apoderaban de toda nuestra tristeza, nos la cambiaban por alegría.¡Qué absurdo negocio el de esos payasos! ¡Mire que quedarse con nuestra tristeza y darnos su alegría!
Muchas veces me he preguntado: ¿Qué hacían con tanta tristeza acumulada? Debían tener montañas en alguna parte, tal vez en algún pasaje subterráneo sólo conocido por ellos. Desde esta columna Hortensia les rinde un modesto homenaje, creyendo que si de los vivos parte alguna luz, ellos nunca estarán en las sombras.


El Dorado

Cuando los seres humanos sienten que están llevando una vida gris, sin relieves de ninguna clase, imaginan otra vida más grata, plena de colores y de contrastes. Éste sería el comienzo de una leyenda o, mejor aún, la razón de ser de las leyendas. Esto lo sostienen hombres estudiosos y astutos a más no poder.

La leyenda del Dorado parece reconocer esos orígenes. Se empieza a hablar del Dorado allá por el año 1529. Cuando un grupo de hombres de Sebastián Caboto regresó diciendo que habían visto piedras preciosas, perlas y pedazos de oro, así de grandes.
Hablaron de un sacerdote o rey que, en algunas ceremonias, se embadurnaba el cuerpo con resina que luego era cubierta por oro en polvo. Sí, el rey los había escuchado; quería saber cómo pensaban los pobres y también conocer algunos. Le habían contado que, en alguna parte existía gente carenciada, pero él había creído que se trataba de una leyenda, por eso les concedió una audiencia.
Conmovido, les había permitido cargar todo el oro, las perlas y piedras preciosas que quisieran, pero los atrapó una tempestad que hundió la embarcación con todo lo que traían.
Todos los marineros que escuchaban empezaron a organizar una expedición. El dueño de la taberna también fue invitado. No aceptó. Puede conjeturarse que el tipo pensó: Si es cierto, si encuentran esas riquezas, vendrán a gastarla acá. Si es mentira, no los tendré que aguantar por un tiempo.
Pero el hombre contó a todo el mundo lo que estaba pasando y así fueron organizándose nuevas expediciones. Buscaron el Dorado en el Amazonas, en Tierra del Fuego, en el Perú, en la meseta Colombiana, en los bosques vírgenes de la Canela. En fin, se recorrieron el continente de este a oeste y no encontraron el Dorado.
Con tantos fracasos la leyenda fue perdiendo fuerza, dicen los historiadores, olvidando al imperio de los Incas y también a los Aztecas, donde, sin duda, no les fue tan mal que digamos. A ellos, porque a los indiecitos les fue realmente feo.
Sostienen también que la tentación de hacerse ricos de un día para otro, cedió bastante. Mentiras, perras mentiras. Nunca la leyenda del Dorado esplendió como ahora. ¿O es que la gente ya no juega a la lotería, o al Prode y ha hecho abandono de los casinos? La lozanía de la leyenda perdurará, mientras haya hombres como aquellos que quiso conocer el rey o sacerdote.

2 comentarios:

  1. Que hermoso encontrar los textos de mi abuelo.
    More Parrotti te quiero besosssssssssssss

    ResponderEliminar
  2. Este hermoso texto lo escribió mi abuelo. Pero ami me escribió algo que se cumple porque yo no tengo una vida gris si no llena de colores como siempre quizo el.
    Serena Parrotti

    ResponderEliminar