Habitación 57
Yagú Guillermo Von Rola Reyes, alumno de E.P.E.T.N° 13 de Chos Malal, Neuquén
El pequeño Fiat se detuvo en el estacionamiento del edificio, y no pasaron ni cinco segundos antes de que se abriera la puerta del copiloto y una persona vestida de traje sacara la mitad de su cuerpo del auto. Su cara reflejaba dureza, la dureza necesaria para hacer lo que estaba a punto de hacer. “Lleva carne” le había dicho Teo al volante, antes, cuando aún estaban a unas cuadras de su destino, “la carne es lo única que te protegerá de ella.” Y efectivamente allí, parado con una pierna afuera y otra adentro del Fiat, llevaba metido en el bolsillo derecho del saco de un gris claro, un pequeño filete crudo, pues como le había dicho Teo “cruda le disgusta más.”
–Si vuelvo… ya sabes, diferente –le dijo a su compañero volteando la cabeza hacia la izquierda para verlo a la cara– recuérdame, como fui.
–Lo haré –le dijo Teo con un rasgo de lástima en la voz– te juro que lo haré.
Entonces retiró la pierna izquierda del Fiat, cerró de un débil portazo la puerta de este, y empezó a caminar hacia el vestíbulo del imponente edificio. Al comienzo sus pies se resistían a avanzar sabiendo a donde lo estaban llevando, pero luego de un rato pudo caminar un poco más relajado. Llegó hasta el ventanal de la entrada del edificio, Abrió la puerta de vidrio y entró. El vestíbulo era amplio, con escaleras que subían por ambos lados en zigzag y un ascensor ubicado cerca de la pared del fondo en el lado izquierdo. En el centro había un mostrador, del que sobresalían los hombros y la cabeza de una empleada; él se acercó y llamó su atención.
– ¿Qué quiere? –preguntó la empleada, sin mirarlo siquiera.
Tragó saliva antes de responder:
–Busco a Ana Hernández, me gustaría saber si aún vive aquí- aunque bien sabía que aún vivía ahí, no había nada de malo en tomarse un pequeño e imperceptible retraso.
La empleada pareció buscar algo en su computadora y luego, levantando apenas un poco la cabeza, lo suficiente para que supiera que le estaba hablando a él y no a sí misma, pero no tanto como para que le viera el rostro dijo:
–Sí, aún vive aquí, apartamento 57, quinto piso, por las escaleras de la derecha.
Entonces se dirigió lentamente hacia las escaleras y empezó a subir, peldaño por peldaño. Esas escaleras siempre le habían parecido algo extrañas, estaban construidas como las que uno se encontraría en la parte exterior de algunos edificios, de negro metal que escalaban en ida y vuelta por las paredes, enterradas profundamente en estas. No creía que fueran las adecuadas para ese edificio, pero después de todo, que comentara lo que opinaba con alguien más no iba a cambiar esas escaleras por otras más agradables.
Luego de avanzar cuatro o cinco peldaños se dio cuenta de que cada paso que daba le costaba desde el corazón, “no,” le decía todo su cuerpo, “no sigas, no nos lleves a ella.”
Llegó al segundo piso, y empezó a ascender hacia al lado contrario del que ascendía antes, por culpa del zigzagueo de la escalera.
Ahora era una parte de su cabeza la que lo traicionaba: “detente, date la vuelta, sal del edificio, corre hacia el Fiat, vete de aquí y no vuelvas nunca”, pero aun así siguió ascendiendo.
Llegó al tercer piso y volvió a girar para ascender por la escalera hacia el lado opuesto del que había ascendido un momento antes.
Su cuerpo se tensó todo, y solo a duras penas lograba dar cada paso, se estaba cansando y aun le quedaba más de un piso entero.
Llegó al cuarto piso y comenzó a ascender el poco trecho que aún le faltaba. Ahora toda su mente se puso en contra de sus propósitos, apenas pudo seguir ascendiendo a costa de toda la fuerza de voluntad que había logrado reunir antes, cuando aún estaba sentado en el auto.
Llegó al quinto piso.
Todo término, su cuerpo se destensó, su cabeza dejó de amenazarlo y su mente estuvo de nuevo de su lado. “Ya está”, pensó por un momento, pero luego se dio cuenta de que apenas había pasado la parte más fácil. Caminó hacia el fondo del pasillo en el que lo dejó la escalera y se detuvo enfrente de una puerta blanca con el número “57”, escrito en letras de oro, justo en el centro de esta. Entonces tomó todo el valor que le quedaba.
Llamó a la puerta.
Fueron tres leves golpeteos, pero sabía que ella los había oído, y se acercaba a abrir la puerta; pues él, al igual que Teo, sabían que “reparaba hasta en el más mínimo detalle.”
Dentro se escucharon pasos que se acercaban, pero justo antes de que llegaran a la puerta, empezaron a retroceder. No se escuchó nada más.
“Sabe que soy yo.” Desde antes de siquiera montarse al auto sabía que no sería recibido, por eso en el bolsillo derecho de su gris pantalón tenía guardadas las llaves, del que no mucho tiempo atrás había sido su apartamento. “Y el de ella,” pensó “mi apartamento y el de ella.”
Sacó las llaves del bolsillo, buscó la que coincidía con el cerrojo de aquella puerta, y cuando la consiguió hizo el ademan de meterla en la cerradura, pero se detuvo por un momento, como si lo pensara mejor. “Tal vez no es una buena idea después de todo.” Luego terminó de meter la llave en la cerradura, y con mucho sigilo, intentando de minimizar el ruido, la giró. Abrió la puerta.
Adentro encontró su perdición…
Mientras tanto, sentado en uno de los cómodos asientos de cuero del Fiat, Teo esperaba; lo esperaba. Inquietamente dejaba divagar su mirada por los alrededores, principalmente hacia la entrada del edificio, donde esperaba ver a su amigo volver con pasos apurados. “Vuelve de una vez” , pensaba, “vamos, por el amor de dios, vuelve.” Pero de cuando en cuando entornaba sus ojos hacia el reloj que tenía en su muñeca: cinco minutos, diez minutos, quince minutos, veinte minutos, veinticinco minutos; ya habían pasado veinticinco minutos y el otro no volvía.
“Que te ha pasado mi amigo”, se decía amargamente, “qué carajo te ha pasado.”
De repente, cuando el reloj estaba por marcar la primera media hora de espera, vio a una persona que abría la puerta de entrada al edificio, se acercaba lentamente hacia donde estaba el auto, abría la puerta de este y se sentaba a su lado en el asiento del copiloto.
–Ya está –decía el otro–
Pero aquella persona tan parecida a su amigo no era tal, como lo había sido antes, era otra persona, una persona cambiada.
Encendió el auto y lo puso en movimiento. Había hecho un juramento y pensaba cumplirlo tan pronto como estuviera listo.
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