viernes, 19 de noviembre de 2021

Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Mención de honor Categoría E

 

La antesala del infierno

Guillermo Carlos Delgado Jordan , de Villa Insuperable

 

Era difícil explicarme cómo había caído preso de semejante confusión. Si estaba claro para todos (o al menos eso suponía) que yo era una persona por demás honesta , que jamás me adentraría en un hecho delictivo de semejante envergadura.

Además, teniendo en claro los antecedentes que ostentaban mis dos supuestos cómplices, era evidente que todo se trataba de una trampa o como mínimo, de un desagradable e infausto equívoco. Pero claro, algo me jugaba en contra: ¿cómo explicar los motivos por los cuales me hallaba en la escena del crimen sin quedar expuesto?

El Gordo Luis, uno de los implicados, me miraba risueño desde la otra punta. ¿Cómo podía ser que estuviese disfrutando la situación? Y es que seguramente el hecho de haberme dejado pegado a él, en su perversa mente, era un reconfortante consuelo que le aliviaría la factible condena. Desde que nos conocimos me había caído mal: por un lado su aspecto, grasiento y desalineado, en las antípodas del mío; por el otro, esa manera frívola que tenía para tomarse todo con esa lacerante risotada.

El que parecía no estar pasándola nada bien era Ricardo. Sabía que esta vez no pasarían la situación por alto y que irremediablemente sería condenado al exilio. Ya había recibido el ultimátum cuando su estirpe pasional lo llevó a desfigurar a Salcedo por un tema de polleras. Siempre las mujeres en el medio, perturbando todo.

Y nadie parecía tener apuro, como si solo yo fuese el que estaba desacostumbrado al encierro bajo la inquisidora mirada del ayo de turno.

Pensé en trazar un plan, uno que me exonerase y liberara de todo posible antecedente. No debería ser nada difícil; tan solo ponerme de pie y dirigir el dedo acusador a alguno de los otros, juramentando haber sido eventual testigo. No era así, pero el fornido prontuario de esas dos bestias obraría como conveniente espaldarazo para mi mentira. Si bien mi consustancial desprecio por el Gordo Luis lo transformaba en una presa tentadora, la endeblez de Ricardo era por demás sugestiva: su segura y palpable condena conllevaba el apetecible plus de no acarrearme ocasionales represalias.

Pero la sencillez de mi plan presentaba un escollo. ¿Cómo justificar mi presencia en el lugar? Ya de por sí eso era una transgresión. La fragilidad de mi coartada solo se comparaba con la vergüenza que me aparejaría. Todo parecía circunscribirse en ese momento a elegir entre dos caminos: humillación o castigo.

¿Y qué pensaría mi familia? Ya para este momento deberían estar al tanto de la situación; pero por ahora prefería dejarla apartada de mis pensamientos. Debía concentrarme en lo importante, en salir indemne de ahí.

Me temblaban las piernas, pero ya lo tenía decidido: me pondría de pie y espetaría a viva voz que el único culpable de todo era Ricardo, que podía atestiguarlo y que solo descargasen sobre él todo el rigor de la justicia. Tal vez, intuía, el revuelo ocasionado y la satisfacción que generarían mis palabras consiguiendo hacer pasar desapercibido mi pequeño desliz invasor para que me conmutasen la posible pena en virtud de mi voluntaria declaración. Intentaba acallar mi conciencia , imaginando que, después de todo, el desenlace podría transformarse en una nueva oportunidad para mi acusado, el cual, ciertamente, no pertenecía ahí.

Miré a Ricardo, que ocultaba su rostro sumergiéndolo entre sus brazos, derrumbado en la silla. Éste, como si adivinase lo que estaba por suceder, giró su cabeza y me clavó sus ojos con una mirada compasiva, roja de tristeza. Pero no debía mostrar piedad, después de todo de qué sirven los falsos arrepentimientos. Uno debe pensar las cosas antes de hacerlas y no, consumado el hecho y próximo al cadalso, buscar persignarse para limpiar el alma. El único destino que lo ayudaría a corregirse sería purgar la condena.

Me sudaban las manos. Le eché una última mirada al Gordo Luis que no me sacaba los ojos de encima, parecía estudiarme, como intentando adivinar desde su torpeza lo que estaba tramando. Me dio lástima tanta humanidad desperdiciada en esa existencia vana, indefectiblemente penada a la intrascendencia. Decidí contar hasta cinco y hablar.

-¡Fui yo! - exclamó en eso, la aniñada voz del Gordo Luis, quebrando el silencio al tiempo que se ponía de pie. Sin inmutarse, el Preceptor se dirigió hasta él, arrastrando un poco su zapato izquierdo, en él tenía una plataforma mucho más alta que en el diestro, compensando su dismetría; lo tomó del brazo y se lo llevó para la Dirección. Mientras abría la puerta del aula nos dijo: “Ustedes dos pueden irse”

Me invadió una sensación de alivio. Justo cuando me disponía a acusar a Ricardo, el Gordo se hizo cargo. Pero el reconfortante bálsamo espiritual no era porque me haya librado de la falsa acusación, sino tan solo por no haberme tenido que exponer y mucho menos aún, contar que me había quedado en el aula para dejar una carta anónima en el pupitre de Laurita, la que aún tenía arrugada en el bolsillo del delantal, apiñada de inocentes versos de amor secreto.

Tomé la mochila del banco y me dispuse a salir. Ricardo seguía sentado, inmóvil. Más por curiosidad que por interés me acerqué y le pregunté por qué no se iba, si El Rengo ya nos había liberado.

- Lindo lío armó el gordo -le dije- Casi nos sancionan por su culpa.

Sin verme, solo clavando su mirada en la profundidad de la oscura textura del pizarrón, me confesó: “No fue el Gordo…, fui yo. Sabía que si me expulsaban mi viejo me iba a cagar a palos”…

Al Gordo Luis lo suspendieron dos días y le endilgaron diez amonestaciones. Ya estábamos terminando tercero y al poco tiempo le perdí el rastro, al igual que a Ricardo. Ambos eligieron la orientación en Biología, en el turno tarde, mientras yo me quedé a la mañana, cursando el Bachillerato en Letras.

Tampoco vi más a Laurita. Durante unas semanas llevé la carta arrugada oculta en la solapa de un libro de Historia, hasta que, no sé cuándo, se perdió.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario