viernes, 19 de noviembre de 2021

Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Mención de honor Categoría B

 Los jamones españoles

Iván Godoy Marcellán , alumno del Colegio Santa Rosa de Lima

Los Alpes, una hermosa cadena montañosa que recorre varios países, alberga cientos de misteriosos y hermosos lugares. Como es el caso del pequeño pueblo de Altmüst, ubicado al lado de un gran lago en la montaña llamado el lago Wurf. Ese pueblo, ese misterioso pueblo donde su gente solo dice lo indispensable sin derrochar ni una palabra ni una oración, es prácticamente una pintura,  con sus calles entrecruzadas, casas de piedra, una pequeña iglesia de estilo Gótico frente a una plaza llena de pinos que da al hermoso lago Wurf. En él viven pocas personas, recuerdo que eran unas 200, según mi primo.

Fui a ese hermoso pueblo, para visitar, como mencioné antes, a mi primo Fran. No lo veía desde hacía mucho tiempo, habían pasado años, quizás décadas sin recibir ni escuchar una palabra de él. La semana pasada había recibido una inesperada carta, invitándome a visitarlo para charlar y revivir algunos recuerdos. Yo acepté, empaqué algo de ropa y tomé el primer vuelo a Viena.

Con mucho esfuerzo logré llegar al pequeño pueblo y, tras preguntar a algunas personas, encontré su casa. Una gran puerta de madera pintada de verde conformaba el pórtico, con un pequeño farol colgando del techo de piedra. Toqué y, de inmediato, la gran puerta se abrió, dejando ver a un hombre alto, bien vestido, con una camisa celeste a cuadros y unos jeans azules. El hombre me miró, yo no lo reconocí hasta que habló, con esa voz grave y ronca.

El hombre, tranquilo y seco, me dijo: “Hola primo, ha pasado bastante tiempo desde la última vez que nos vimos, pasa, voy a preparar algo para comer”. Él de inmediato entró a la casa y desapareció entre las habitaciones. Comencé a caminar por el piso de madera que se extendía por toda la casa, paso a paso, mirando las pocas fotografías que se encontraban allí. Se podían distinguir cuatro ambientes en la planta baja, un comedor y una sala de estar que no estaban divididas por ninguna pared, una cocina y un pequeño baño. En la sala de estar, del lado derecho había una escalera de madera que yo supuse que daba a las habitaciones, al lado, un sillón de color gris claro que parecía muy cómodo. Mientras caminaba por la sala de estar se apareció mi primo con una bandeja de salchichas de diferentes tamaños acompañadas con chucrut. Nos sentamos a la mesa de madera tallada que se encontraba en el comedor, a charlar, recordar y contarnos detalles de nuestras vidas y pensamientos mientras saboreábamos la deliciosa comida.

Mi primo no me contó mucho sobre su vida personal, solo pequeños detalles, tales como que le encantaba el jamón, en especial el español, que trabajaba en la taberna del pueblo, y que paseaba todas las tardes alrededor del gran lago. Él era bastante huraño y solitario, pero me había tratado muy bien, parecía un buen hombre. 

Al no haber recibido una invitación para quedarme, me dirigí a la taberna del pueblo para buscar una habitación. Las calles vacías, solitarias, tan solo iluminadas por pequeños faroles, hacían pensar que no existía nadie en el mundo más que yo. Pasos y más pasos, por esas intrincadas cuadras me depositaron en la taberna, creo que se llamaba Grüner Jäger (el leñador verde , en español). Era una casa de madera, con techo alpino, pintada con un tono verde oscuro. En la puerta, estaba tallada un hacha clavada en el tronco de un roble.

Tomé el picaporte y, con cuidado, abrí la puerta. De repente, la tranquilidad, el silencio se había acabado, había música en vivo, baile, decenas de personas con grandes jarras en sus manos, todos divirtiéndose. Comencé a caminar entre la gente dirigiéndome hacia la barra para pedir algo. Aunque sabía muy poco alemán, pude ordenar una cerveza y preguntar si quedaban habitaciones. Mientras esperaba mi bebida me puse a observar el lugar. Paredes altas, trofeos de caza, cabezas de ciervos colgados en la pared, un pequeño escenario en el que tocaba una pequeña orquesta. Delante de la barra se situaba la escalera para subir a las habitaciones, yo me hospedé  en la cuatro, con vista a la calle.

Mi cerveza tardaba, mientras esperaba jugaba con el escarbadientes y, de vez en cuando, miraba el reloj. De repente entró un hombre alto, robusto, con una barba larga y con pedazos de astillas incrustados en ella; llevaba puesta una remera a cuadros rojos y negros, debajo de un chaleco de cuero y un pantalón gastado que pudo haber sido negro. Después llegó otro hombre, bien vestido, pelo rubio, más bien bajo, parecía joven; los dos se pusieron a charlar y se sentaron a mi lado. Enseguida el mesero les trajo cerveza a los enigmáticos hombres. El olor que emanaba el primer hombre, que seguro no se había bañado desde hacía mucho tiempo, me estaba cansando. Pasaba el tiempo y mi bebida no llegaba, así que decidí reclamarle al mesero.

Luego de tomar mi cerveza subí a mi habitación a descansar. Me bañé, me lavé los dientes y me acosté. Dormía plácidamente, relajado, cómodo, hasta que de repente un aterrador crujido me despertó. Sobresaltado, me levanté de la cama, despacio caminé en dirección a la puerta. Se escuchaban pasos. La abrí  con cuidado, tratando de no hacer ruido; la sombra de un misterioso hombre cargando un bulto en su hombro derecho, bajando las escaleras de madera, me asustó tanto que cerré la puerta con cuidado y volví a la seguridad de mi cama. Pensaba y pensaba; un escalofrío recorría todo mi cuerpo, en un momento el cansancio me ganó y me quedé dormido.

A la mañana siguiente, me levanté, seguía cansado, no había dormido bien por lo sucedido durante la noche. Bajé las escaleras y tomé el desayuno, un huevo frito, y embutidos (jamón y algunas salchichas con pan). Me levanté de la mesa bien satisfecho y me dirigí hacia la puerta para ver a mi primo; pensaba quedarme algunos días ya que venía de muy lejos. Cuando llegué a su casa  no había nadie,  toqué varias veces, pero no había signos de que estuviera en su casa. De inmediato volví a la taberna, porque tenía frio y quería esperar un rato para ver si lo encontraba. 

Al llegar al lugar me encontré con un montón de gente; charlando, llorando, suplicando alguna cosa que no tenía idea qué eran. Como pude, intenté preguntarle a una mujer qué era lo que pasaba. La respuesta me retumbó en todo el cuerpo. Mi cara se empalideció con el relato de la pobre mujer. Según lo que entendí, esa mañana una chica denunció la desaparición de su hermano, ella decía que su hermano vivía con ella en una ciudad cercana llamada Groß y que hacía dos semanas se había ido con un hombre por negocios, por tres días, pero no había vuelto a tener noticias de él. La chica le había hecho llamadas, pero nunca había recibido respuesta, entonces tras muchas averiguaciones logró localizar su lugar de hospedaje llamado casualmente taberna Grüner Jäger (el leñador verde). Al dirigirse hacia allí, se enteró de que la noche anterior había estado con un amigo, justamente de las mismas características del hombre que había estado sentado a mi lado anoche. El desaparecido nunca pagó el hospedaje y se esfumó sin dejar rastro.

De inmediato me dirigí a mi habitación, pasando entre la gente, pensando y pensando; pensando que yo estuve allí, probablemente en el momento en que ese diabólico ser secuestró a ese hombre. ¿Podría yo haber hecho algo? Tal vez haberle dicho a alguien, pero no me hubieran creído, ¿o quizás haberlo seguido?,¿y si lo que vi no era el secuestro realmente? Los pensamientos daban vueltas y vueltas en mi cabeza. No me sentía bien, estaba cansado y agotado. 

Al llegar a mi habitación, me surgió una idea, un tanto arriesgada, que me hizo sentir mejor. Quería investigar y quizás, solo quizás, descubrir la verdad. Decidí buscar al dueño del lugar, así que bajé las escaleras y atravesé el bar por el medio de todas esas mesas de madera vacías. Al pasar al otro lado de la barra, me llamó la atención un pequeño cuaderno con tapa roja. La vaga idea de que podría ser el cuaderno de cuentas que contenía todos los nombres de los clientes, con los horarios y pedidos exactos de esa noche, de esa rara y confusa noche, me hacía querer ojearlo, mirarlo. La tentación me ganó y decidí verlo, con mucho cuidado de que no me descubrieran. Lo abrí y comencé a buscar en la fecha y hora en que habían estado esos hombres. Luego de unos minutos de búsqueda lo encontré, anotado con una letra de doctor, y encima en alemán, pude leer con dificultad “11:16, dos cervezas Pilsen para Alfons Ron y Ralf Monroid”.

Mis sospechas eran ciertas; Alfons, el desaparecido, había estado ahí la misma hora, el mismo momento tomando una cerveza con un hombre llamado Ralf Monroid. Tal vez solo era coincidencia, tal vez no. Mientras me dirigía hacia la puerta una mano sudorosa me tocó el hombro. Me di vuelta rápidamente, dándome cuenta de que era justamente el dueño que con una voz grave me preguntó: “Buenos días, ¿Qué andaba usted haciendo detrás de la barra, señor? No puede estar ahí”

Me quedé perplejo, sin palabras por unos segundos, hasta que una idea me vino a la cabeza.

-Perdóneme, lo estaba buscando y me distraje con algo, además, aprovechando que lo encontré, ¿conoce a Ralf Monroid?

- ¿Para qué lo necesita? Vive en el bosque, al final de la calle, a unos 10 kilómetros hacia el norte.

El hombre se retiró, sin decir una palabra más. Unos minutos más tarde volví a mi habitación, sin saber qué hacer. Cuando estaba por abrir el picaporte me di cuenta de que todavía no la habían limpiado ya que estaba todo muy sucio. En el suelo del pasillo había un rastro de pequeñas astillas saliendo de la habitación del desaparecido que se encontraba al lado de la mía.

Tomé un abrigo y, luego de pasar entre todo el tumulto de gente, comencé a caminar en dirección al oeste, hacia la casa del posible secuestrador Alfons. A medio camino pasé por la casa de mi primo y decidí tocar. No estaba, debía haber ido a comprar algo o a trabajar, aunque era raro. Media hora estuve caminando y todavía no podía ver ninguna casa en el bosque.

El tiempo pasaba, era de noche y el viento resoplaba sobre los empinados picos de la cordillera; se oía el canto lúgubre de los búhos y los verdes pinos dejaban entrever la luz tenue de la casa del leñador llamado Ralf Monroid.

Me acerqué lentamente hacia la puerta de madera parcialmente podrida. Al poner la mano en el picaporte, la musgosa y podrida puerta roja se abrió con un quejido profundo, era como si las mismísimas puertas del infierno se abrieran ante mí. Me animé a dar el primer paso sobre los tablones de madera, crujido tras crujido, y con mi voz casi silenciosa preguntaba si alguien estaba allí. La casa tenía pocos muebles, solo dos en la primera habitación; un mueble pequeño con cajones y una lámpara que no andaba, colocada en su parte superior y el otro, parecía un guardarropa, de un metro y medio de altura con un hacha tallada en él. La casa era grande, con varias habitaciones para recorrer. Yo caminaba lento y con cuidado prestando atención a cada detalle, pero solo me acompañaba el silencio, solo el silencio.

De repente, se escuchó un estruendo de una pequeña puerta roja entornada. Mis latidos aumentaron, mi respiración era rápida, pese a eso la intriga me ganó. Me dirigí lentamente hacia la pequeña puerta, despacio paso a paso, tratando de no emitir el más mínimo sonido. Con cuidado, abrí la puerta, el ruido que hizo me produjo un escalofrío por todo el cuerpo.

Detrás de la puerta había una larga escalera que bajaba a un subsuelo. Pasos, pasos y más pasos, tirando pequeños pedazos de escombros hacia el subsuelo. La luz de la luna pasando por las ventanas rotas creaba siniestras sombras en el húmedo y frío piso.

Al llegar al subsuelo un olor delicioso conquistó mi nariz. Prendí la luz de mi celular y comencé a observar toda la habitación. Al fondo de ese espacio enorme se encontraba otra misteriosa puerta. Hacía mucho frío como si estuviera dentro de una heladera. Miré hacia arriba, enfoqué con la linterna y me sorprendí al ver cientos, tal vez miles, de jamones españoles colgando del techo con ganchos. El delicioso olor recorría todo el ambiente y llegaba por fin a mi nariz.

Yo caminé por ese extraño sótano mirando todos los jamones, esa obra maestra culinaria que invitaba a probarla. De repente, colgado al lado de muchos jamones había algo que me paralizó, tan solo mirarlo daba terror. Ahí estaba, colgado con un gancho, como otro embutido, el cuerpo del mismísimo Alfons Ron. Me quedé mirándolo, jamás en mi vida había visto algo así.

El ruido de la puerta del fondo crujiendo al abrir me sobresaltó. De repente, salió un hombre que me miraba fijo, sin desviar la vista un segundo y con un cuchillo de hoja de acero alemán chorreando sangre. El hombre suspiró y me dijo, tranquilo y seco: - Hola primo

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