Desvestir a un santo para vestir a otro
Facundo Cravero, Concordia , Entre Ríos
“Está bien que nos hayas hecho de
barro, pero ¿por qué no nos sacás
un poquito del pantano?”
Joaquín Salvador Lavado Tejón
„Quino‟ -(Toda Mafalda)
Al igual que como ocurre en todo pueblo chico, el rumor se esparció rápidamente. No habían transcurrido dos horas siquiera cuando los vecinos de Villa Cañada comenzaron a aglomerarse en las puertas de la capilla local. Era un miércoles. Aparentaba ser otro monótono día en medio de las desoladas pampas (o bueno, por lo menos al inicio).
Ya todos se habían enterado. Nadie sabía quién lo había comentado en primeras instancias, pero, de hecho, eso era lo menos importante; lo verdaderamente relevante estaba puertas adentro:
-¡Así es! Dicen que es inmenso y de oro macizo -repetía uno.
-¡¡Ese cura de mier… lo sabía y no se dignó en contarlo!! - decía una anciana sin filtro aparente.
-¡Por favor! ¡La boca se le haga un lado! -clamaba otra mujer ante las terribles sospechas -¿Cómo se atreven a insinuar eso de nuestro párroco?
Entonces, la entrada de la capilla se abrió. El sacerdote, un tanto sorprendido y otro tanto confundido por la situación, intentó calmar las aguas.
-¿Qué ocurre, queridos hermanos? ¿Por qué la exaltación? -Déjenos pasar-repetían. ¡Venimos a desvestir al santo!
Sí. Ese era el quid de la cuestión. Según las recientes noticias, la inmensa estatuilla de San Ízaro Bartolo, erguida al lado del altar principal, contaba con ocultos atributos; un gran miembro de oro en su entrepierna, para ser exactos.
-Señores, creo que no debemos dejarnos llevar por sospechas infundadas decía una de las más cuerdas del grupo
-Recuerden que una golondrina no hace verano…
-Pero una de oro, sí ¡Entremos! -retrucaron. La imparable multitud se abalanzó sobre el eclesiástico. Enseguida fue cargado y maniatado a uno de los banquillos.
-Se equivocan -decía el cautivo- No creí tener vida para presenciar esto; ¿¡cómo se atreven!?
-Señor, usted ya hizo lo suyo. Ahora vinimos a recuperar lo que es nuestro. Décadas pagando limosnas para que venga a gastar el dinero en asquerosidades. Son épocas de vacas flacas y encima, se digna a negar los evidentes hechos. Acabó su autoridad - sentenció una de las vecinas más practicantes
En ese momento, empezó la desvestida como tal. Comenzaron a volar los traperíos que lo cubrían por el aire. Irían al hueso (o al miembro, en este caso). Así, cuando lograron retirar la última prenda, lo vieron. Incrustado en la venerable escultura de yeso, el miembro masculino de oro macizo comenzó a relucir entre el ambiente sombrío de la iglesia. Asombrado, y un poco orgulloso por el descubrimiento, el quinielero retiró la pieza con delicadeza.
La situación se había vuelto realmente peliculesca. El cura, deseando internamente ser tragado por las baldosas de la santa galería, continuaba negando la pertenencia del mordaz artefacto.
-¿Y qué hacemos con él, entonces?
-¡Hay que encerrarlo en la cripta hasta que se muera! -“Tiró” una que se había pasado tres pueblos.
-No, Marta; qué hacemos con el miembro…
-Aaaah bue. Aclaren para la próxima de quién hablaban. Para mí, lo vendemos en alguna cueva de la capital.
Esta vez, Marta había acertado. Acordaron que el quinielero vendería el artefacto para depositar el dinero en el fondo barrial.
Al día siguiente, los vecinos se reunieron en la casa de Hilda Saponi. Concurrieron todos; nadie se perdería el botín. Aunque tan solo faltaba que llegaran los encargados del dinero, el ambiente ya olía a gato encerrado. Pasados treinta minutos, comenzaron a tomar lista…
-¿Quién falta además del Comisario (quién había quedado vigilando al detenido)?
-Nadie. Igual tienen que venir Juan Carlos y su mujer con la guita. Yo los vi salir temprano para Santa Rosa.
-De ser así, ya deberían haber vuelto. No toma más de media hora el viaje en coche…
En fin. De todo lo que podía pasar, pasó lo peor. La muchedumbre se enfureció cada vez más con el pasar de los minutos. Incontables llamadas a los celulares de los desaparecidos no tenían otro resultado que caer en el buzón. Decidieron irrumpir en su casa, y como era de esperarse, el escenario era el de una huida vertiginosa. Cajones removidos, portarretratos abandonados sin retrato alguno, y ni un solo documento personal eran pruebas más que suficientes para denunciar la deserción.
Con más de cien mil dólares en oro de veinticuatro quilates, los fugitivos no parecían tener miras de regresar a Villa Cañada. En definitiva, el vecindario terminó desnudando a un santo para vestir a otro. Desvistieron a un santo, mientras que el famoso pene dorado vaya a saber a quién estará vistiendo…
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