viernes, 19 de noviembre de 2021

Obras premiadas en el Concurso literario narrativo CONTATE UN CUENTO XIV Mención de honor Categoría B

 

Treinta monedas de plata

Victoria del Río , alumna del Inst. Bg. Gral Martín Rodríguez de Tandil

 

Treinta monedas de plata. Treinta monedas de plata rondaban en mi cabeza. Treinta monedas de plata por un hombre en específico en un lugar específico. Treinta monedas de plata por condenar a un amigo.

     Hacía ya unas horas me había presentado ante los sumos sacerdotes y les había ofrecido entregárselo esa misma noche a cambio de treinta monedas de plata, un trato que no dudaron en aceptar; después de todo hacía dos días que planeaban prenderle y matarle en secreto, solo les faltaba la pieza que los guiara hasta él, solo les hacía falta yo. 

     Estábamos los 12 sentados a la mesa con él en el centro, me encontraba ansioso, impaciente, quería que la cena acabara para poder recibir mi pago, quería entregar desesperadamente a mi maestro, a mi amigo, a cambio del dinero. La codicia me había vencido, pero en el fondo no me molestaba. 

     Mientras comíamos anunció mirando al frente con ojos vacíos, que uno de nosotros lo entregaría esa noche. Todos nos paramos en seco, incluyéndome. Cuando levanté la mirada del plato, él me miró directo a los ojos, pero solo yo parecía notarlo, ninguno de los hombres que me acompañaba se percataba de la comunicación muda que se estaba llevando acabo entre nosotros. Él lo sabía, siempre lo había sabido. Sabía que estaba corrompido y que lo sacrificaría como a un cordero. Sabía que lo había vendido.  Entre el tumulto de voces que se había conformado Juan le preguntó con voz baja a quién se refería, y sin cortar con nuestro contacto visual, el cual seguían sin notar, pronunció las siguientes palabras: El que meta la mano conmigo en el plato; ése será quien me entregué. Y casi de inmediato, incentivado por un impulso del cual fui incapaz de frenar coloqué mi mano en el plato al mismo tiempo que él lo hacía y pregunté mirándolo con aún más intensidad: ¿Soy yo Maestro? A lo que solo respondió: Tú lo has dicho.

     Salí del lugar lo más rápido que me fue posible en busca los sumos sacerdotes, era incapaz de controlar la adrenalina que recorría por mi cuerpo, la velocidad de mis pasos aumentaba con cada segundo que pasaba mientras evitaba chocar con la gente que se encontraba en las calles. Podía sentir el viento chocar contra mi rostro, era fresco, liviano y me incentivaba a correr con más ferocidad.  

     Cuando llegué al sanedrín me esperaba un ejército, una cantidad infinita de soldados y gente armada con palos y espadas más los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. Todos preparados para aprehender al Mesías. Teníamos que llegar a Getsemaní, el jardín donde iba a orar cada vez que podía. El camino era largo y tedioso, mis latidos eran cada vez más fuertes conforme nos acercábamos, el cielo se volvía cada vez más oscuro como si una tormenta se aproximara, como si el mundo estuviera por llegar a su fin. Mis piernas dolían y mi respiración era agitada pero la excitación del momento no me dejaba detenerme, tampoco quería hacerlo, no estando tan cerca. Treinta monedas de plata me esperaban a tan solo unos minutos, a tan solo unos pasos.  

     Cuando llegamos al monte les pedí que se detuvieran y esperaran mi señal, aquel a quien yo besaría era a quien debían capturar, y acercándome lentamente a mi amigo, pero sin flaquear en el proceso, dije: Salve Maestro. Y le besé. Le besé sin titubear, pero sin poder mirarlo a los ojos como antes, no podía hacerlo, algo me lo impedía. Los soldados se acercaron y echaron mano a Jesús para llevarlo ante Caifás, yo solo podía seguirlos desde lejos. Tenía las treinta monedas de plata en mis manos, el ruido que habían hecho al chocar contra el piso justo delante de mis pies seguía haciendo eco en mi cabeza. Tenía treinta monedas de plata, pero ya no tenía a mi amigo.

     La cabeza había comenzado a dolerme, podía ver cómo todo sucedía en cámara lenta, los falsos testigos, las acusaciones, los gritos, todos pidiendo su sangre , la sangre que yo había entregado.  A lo lejos pude observar a Pedro hablando con una criada y un motín de gente, parecía molesto y aunque estaba lejos podía escuchar lo que decía: Maldición, ¡Juro que no conozco a ese hombre! Y entonces cantó el gallo. Pedro abandonó el lugar con lágrimas en los ojos, podía sentir su dolor como si fuera mío, como si a mí también me doliera.   

     Volví la vista a la escena que había dejado atrás y entonces caí en cuenta de lo que había hecho. Había entregado al Mesías, Había condenado a muerte al hijo de Dios. Haría que sangre inocente fuera derramada. Pero aún peor, había traicionado a mi amigo por tan solo treinta monedas de plata. Treinta monedas de plata que al final del día no servían de nada. Treinta monedas de plata que me habían hecho miserable.

Intenté devolver el dinero a cambio de que lo soltaran, incluso insistí en devolver más de lo que había recibido, pero no sucedió. Arrojé las monedas al suelo y corrí, corrí como si fuera la última vez que lo haría, después de todo así era. Un fuerte zumbido se hacía lugar en mis oídos, el sudor me recorría la espina dorsal empezando desde la nuca, mis piernas ya no reaccionaban, hasta que llegué a un campo, al cual luego llamarían Campo de sangre, con un solo árbol en el centro, un árbol que esperaba por mí con una soga amarrada en la rama más gruesa y una piedra debajo para poder llegar a ella. No lo pensé dos veces y lo hice. La garganta se me cerraba, me faltaban el aire y mis pulmones gritaban por él, los ojos me pesaban y la vista se me nublaba, mis piernas flotaban queriendo escapar, pero no lo hice, me quedé ahí hasta que todo se oscureció, hasta que el viento dejó de soplar y las flores dejaron de moverse, hasta que mi respiración se detuvo y junto con ella el último latido de mi corazón.

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