¿Me buscabas?
Camila Meyer Lerner, alumna de la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini de CABA
“¡SILENCIO!” gritó ella con todas sus fuerzas. Pero no hubo silencio. Varias personas la miraron raro y luego siguieron charlando. Los autos siguieron tocando bocinazos, estacionándose y avanzando. Los vendedores ambulantes siguieron anunciando sus productos a todo volumen. El mundo no se callaba. Y ella no podía escuchar.
Había estado caminando por horas sin suerte alguna. Cansada, se derrumbó en la arena. La arena ardía, ella no lo sentía. Los pies ya le quemaban desde hacía un buen rato, sin embargo, no quería tocar el agua. No quería ni acercarse al mar. Eso sería aceptar una posibilidad nefasta, abrir la puerta a una tragedia. No, debía seguir buscando, debía encontrarlo. Se levantó atropelladamente, pero se levantó. Un par de personas todavía la observaban. No se iba a mentir; estaba algo avergonzada. Se limpió como pudo la arena del pareo y siguió caminando, sandalias en mano. “No llores, no llores”, se decía. No podía permitirse llorar cuando él seguro estaba mucho más asustado que ella. Se lo podía imaginar; solo y con frío, a pesar del espantoso calor porque recién había salido del agua y ella ni siquiera lo había llegado a secar. Llorando, pataleando, llamándola sin obtener respuesta. Aun así, si la estaba llamando, no lo escuchaba.
De vez en cuando, mientras caminaba, había sentido a un niño gritar “mamá”, pero siempre era el de otra. Antes había escuchado aplausos, había corrido desesperada hacia el origen del sonido, pero cuando paró vio que era la nena de otra madre. Nunca era el suyo. Así que siguió caminando y caminando. Y caminando y caminando. Les preguntó a otras familias, les avisó a los guardavidas, dio por todos lados la descripción más detallada que pudo del pequeño, pero se enfrentaba a la misma respuesta cada vez: “No lo he visto”. Y ella respondía lo mismo, cada vez: “Ok, gracias” ¿Gracias por qué? Si a nadie le importaba, nadie le daba lo que quería, no había nada que agradecer.
Siguió caminando y caminando; ya empezaba a atardecer. La gente comenzaba a recoger sus cosas y se dirigían cada uno a su casa, escalando los médanos que los llevaban hacia las escaleras de madera. Algunos iban peleando con los hijos que querían quedarse solo un ratito más. Al oscurecer, la playa se vaciaba y quedaban solo jóvenes con botellas de alcohol y algún que otro romántico que disfrutaba la transición completa de la caída del sol hasta la aparición de las estrellas.
La costa ya estaba vacía cuando ella se rindió. Estaba desesperanzada. Había caminado tanto que ya estaba a tres playas de donde había armado campamento. Se desplomó cerca del agua, mirando hacia el cielo. Estaba agotada. Sentía como si tuviera mil picaduras de medusa en los pies; las manos, las piernas y los brazos parecían desintegrarse y su voz, de tanto gritar, ya huía de su garganta. Ya habían pasado cinco horas desde que su hijo se había ido a jugar al mar y se había perdido. Al principio pensó que habría encontrado a algún otro nene o nena con quien entretenerse. Después vio que no andaba por ningún lado y lo empezó a llamar. Entonces sí se puso a buscarlo en serio. Gritaba su nombre. Ya habrían pasado dos horas desde que se había perdido cuando estuvo segura de que lo había escuchado. Era su voz. No fue un llamado, sino más bien como un susurro intranquilo, un susurro que decía “Mamá…Mamá…ayuda”. Definitivamente era él. En ese momento fue cuando gritó, cuando le pidió al mundo entero que se callara. Nadie le hizo caso, y el susurro se desvaneció.
Tres horas más tarde ella estaba ahí, acostada en la arena húmeda, descansando. Cómo se atrevía, pensó. Cómo se atrevía a descansar en esa situación. Su hijo podría estar con hambre, con sueño, lo podrían haber secuestrado, podría estar con un salvavidas, podría estar…podría estar…Cedió finalmente y lloró. Permitió sin mucho hastío que el llanto se apoderara de ella y dejó que las lágrimas recorrieran todo su cuerpo, pasaron por su cara, por lo hombros, por su pecho hasta sus pies. Se acurrucó en una bolita y lloró más fuerte. Podía escuchar al mar a su lado, tan calmado, tan sereno. Así quería estar ella. Con su hijito en brazos, escuchando las olas ir y venir, respirando el mismo aire salado. Quería volverse una con el salado océano, despejar su mente y disolverse en espuma. La marea subía, pero ella no se movía. Una ola le tocó la cara. Probó el sabor de sus lágrimas mezcladas con el sabor del mar. Sal sobre sal. Nada nuevo. Empezó a pensar que no iba a encontrar lo que estaba buscando. La marea siguió subiendo. Sintió como se llevaba a su pareo. No le importó. Respiró profundo. Ya había dejado de llorar y el rastro de su lamento había sido lavado por las olas tenues que vienen antes de un fuerte torrente. El agua ya la había tapado por completo de la cadera hacia abajo, y seguía avanzando. Abdomen, pecho, brazos, manos, hasta estar completamente sumergida. De repente escuchó una voz. La voz que había estado buscando. Se levantó de inmediato y agudizó el oído. Le susurraba de nuevo, la voz, transportada por el viento. Decía una sola cosa: “Vení, vení… ¿No me estabas buscando?”.
La mañana siguiente nadie fue a la playa. El mar estaba hostil y había un viento terrible. Las sombrillas volaban con peligro de golpear a algún guardavida y algunas terminaban en el agua. Uno de esos guardavidas estaba recogiendo las sombrillas para que no se escaparan. “Qué mal día que nos tocó”, pensó. Estaba regresando a su puesto cuando vio algo flotando en el agua, cerca de la orilla. Quizá unas ropas que se le habían perdido a alguien. Comenzó a caminar hacia al agua para recogerlas y guardarlas. Con suerte alguien las vendría a buscar mañana o pasado.
Mientras se acercaba, podía ver que ese bulto raro se dirigía también hacia la orilla, como si quisiera facilitarle el trabajo. Pero mientras más se aproximaba podía ver mejor lo que era. Aceleró el paso. No se suponía que nadie estuviera nadando en este momento, era muy peligroso. Comenzó a llamar a la persona o… ¿Personas? No obtuvo respuesta. Cuando llegó a su encuentro, aquel misterioso bulto ya estaba en la orilla. Lo que vio lo espantó. Una mujer rubia de unos 30 y pico de años con malla, alta y con el cuerpo azul e hinchado. Estaba acurrucada en una bolita, apretando algo. Era un niñito pequeño, de unos 5 años. Tenía marcas moradas en los brazos y en la espalda. La madre lo había abrazado tan fuerte que lo había dejado lleno de moretones.
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