lunes, 24 de junio de 2013

EL ESTANQUE DE LAS SIRENAS - Por Jorge A. Dágata

A un amigo le comenté que en un rincón del jardín proyecto construir un estanque de piedra con su fuente o cascada.
De inmediato me respondió:
-Que tenga unas bellas sirenitas, de esas que al caer el sol se transformen en mujer para acompañarnos y al amanecer regresen al agua.
Tengo los materiales para el estanque, piedras de aquí nomás. Pero soy un albañil inexperto y más lo es mi cuerpo, que después me recuerda cada pastón con dolores de cintura y contracturas. Sólo me falta tiempo y voluntad, dos ingredientes indispensables, como lo demuestra el pasar de un año a otro con el jardín sin agua.
Entonces razoné que lo más sensato sería adelantar algo con la búsqueda de las sirenas, tarea que antes de comenzar me pareció de lo más grata y una vez en marcha, no tanto.
Primero decidí averiguar muy bien qué busco. Necesito una descripción o imagen esculpida o pintada, ya que no una foto, igual que quienes salen a buscar a sus parientes o amigos desaparecidos. No sea cosa que me vuelva arreando un hato de criaturas de la noche, por sirenaicas que parezcan, y al amanecer resulten difíciles de regresar. En eso estoy.
Así que recurro a la sabiduría de los antiguos, en mi creencia de que ellos sí conocerían de sirenas, tan familiares en sus aventuras y desventuras- que hasta las han representado de mil maneras.
¡Menos mal! Me las imaginaba, como suele hacerse, mitad mujer y mitad pez, con unos cantos embriagadores a los que el mismísimo Ulises no supo resistir sino haciéndose amarrar como un loco al mástil de su barco.
Me entero que habitaban en rocas escarpadas en las costas de Italia y lo que les faltaba de mujer lo tenían de ave, no de pez. Es la opinión, nada menos, de los Plinios y Ovidios. Parece que poetas, pintores y escultores cambiaron después la imagen, sabrán ellos por qué. Sospecho que ninguno tuvo la fortuna de tratarlas personalmente, porque quienes sucumbían a sus cantos eran devorados sin más ni más y mal podrían luego ponerse tranquilamente a elaborar pruebas del encuentro.
Por las costas de Sicilia andaban sirenas de mala vida que anegaban a los hombres de placeres y les hacían extraviar el camino, ya de por sí nada despejado como uno quisiera.
Toda noticia sobre ellas se perdió después. No aparecen en los castillos, en las cortes ni en las ciudades, más que como un eco deformado por los artistas.
Sin poder confiar en esos desvergonzados adulteradores de la realidad, me queda el último recurso de salir a buscarlas en mi tiempo y lugar. ¡Pero cómo! ¿Quién se anima a preguntar, así como así, si no ha visto usted pasar a una sirena?
Desisto de un primer impulso de pescarlas en cualquier estanque y voy por las calles mirando, olfateando, con el oído atento.
Recorren las veredas con sus melenas ondulantes, sus rulos o extraños peinados multicolores que han hecho perimir aquellas categorías de rubia-pelirroja-morena; bambolean en plazas y avenidas sus abultados desarrollos culturales.
Me detengo en los ojos, siempre me detengo en los umbrales pares del abismo interior: verdes, miel, celestes, oscuros, sonrientes, amargos. Por el tobogán de la nariz, al horizonte marino de los labios pórticos de perlas, al cuello anticipador, a la abundancia que se me adelanta desafiante en redondeces o a la mezquina chatura que quizás espera de mí su turgente crecimiento.
Me retuerzo las manos y sigo por la cintura estrecha o crecida, hacia un lado y otro de la vereda que les queda angosta como si un caliente ritmo cubano, nada menos, sonara para ellas. ¡Oh, oh! Ahí va una que pide permiso y desplaza su vientre con cuidado orgulloso, redondo, ufano, lleno de futuro, y otra con la cintura tan comprimida por el cinto que preludia un día no lejano en que habrá de seccionarla en dos.
Ya he visto que las manos no tienen plumas pero no importa, me atengo a los artistas embaucadores y bajo, entusiasmado, a buscar las escamas.
Hay columnas de magnífico porte y también flacos y entrechocantes huesos, rodillas de perfección venusiana y de las otras, y las más de las veces… ¡pantalones! Decepción de las veredas sin un átomo de pez, aunque no tan grande como la de aquel buscador que halló en el cordón de una los once tomos íntegros de la Historia Universal de César Cantú encuadernados en azul, abandonados a la intemperie por alguien asqueado, tal vez, después de haberles prestado concienzuda lectura. ¡Pero qué digo! Si esa es otra historia...
Mi búsqueda con el olfato no arroja mejores resultados: pasan perfumes delicados, de esos que se quedan temblando alrededor como una atmósfera de poesía con impulso violento hacia blancos prados encantados. Otros picantes de arrebato vital que despiertan en uno la sensación de estar entrando en una carnicería. Y los días o noches de calor esos hálitos de cerveza y otros que el buen gusto me impide describir, con algo, sí , de pez, pero de alguno que está extrañando el mar.
Me pongo entonces a escuchar a oído pleno, a esta altura sin las previsiones del rey de Itaca, así me voy destronando por si una melodía me subyuga entre el cacareo alocado, o entre tanta palabra llega a sonar el delgadísimo hilo que aniquile mi percepción de este mundo caóticamente ordenado y me conduzca por el laberinto de las necedades más viles hasta un reducto donde las sirenas se dignen devorarme.
Una va dialogando con su Ulises que olvidó atarse al mástil. Él le dice:
-A una orden tuya estoy dispuesto a morir.
Y ella, en un tono dulcemente saboreador:
-Prefiero que vivas un poco más y sigas pagando mis cuentas.
Así nos toca tantas veces regresar, como regreso ahora, sin haber descifrado el laberinto, con los bolsillos y el corazón vacíos y ni siquiera un indicio de sirenas.
Y ahí sigue mi jardín, desestancado. Hay abundancia de piedras. Juraría que puedo poner en movimiento mi voluntad para levantar un altar por el que fluyan bellos sueños.
Pero, viejo amigo, ¿dónde están las sirenas?
¿Qué ruido insoportable las dejó afónicas, cuál tóxico les dieron a beber en estos mares corrompidos, qué luces frías confundieron sus crepúsculos, dónde se habrán escondido las que eran gozo de las noches alucinadas y paz de las almas satisfechas bajo el sol?
¿Habrá un refugio de sirenas que no sabemos hallar, una caverna salobre en los confines del mundo de la que emerjan brillantes de humedad, blancas, rosadas, plateadas, oscuras, profundas de penetrante placer allá donde las escamas se renuevan en piel, seductoras y tiernas, vulnerables a nuestro anzuelo, dispuestas a ofrecerlo todo para recibirlo todo?
¿Habrá digo- un rincón que bien puede ser mi propio jardín al que regresen cada noche, apegadas a la quimera más antigua, fieles al único surtidor sin agotar, ese del que sigue fluyendo el amor por el amor mismo?
Mi conciencia está en armonía con mi voluntad. Construiré el estanque.
Pero antes quiero encontrar una sirena.

febrero de 2003.

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