Creíamos “a pies juntillas” en los Reyes Magos. Nunca dudábamos de su existencia. Nos portábamos muy bien los días previos a la fecha y hasta cuidábamos nuestro vocabulario evitando rigurosamente las malas palabras. Nos volvíamos dóciles y obedientes. Dejábamos de torturar a los perros y a las gallinas. Escribíamos prolijamente nuestras cartas pidiendo corrección a los adultos para evitar faltas de ortografía. Esos mismos adultos a veces nos sugerían dejar librada la elección del regalo a los propios Reyes, señal de que ese año no habían andado bien las cosas y que no había mucha disponibilidad para las compras, pero nosotros no lo sabíamos.
No obstante, nunca, nunca, ni épocas de vacas gordas o flacas, nos faltaron los regalos de Reyes en los zapatos. Ligábamos desde amorosas artesanías de madre, tías y abuela hasta juguetes de verdad. Recuerdo especialmente una verdadera batería de cocina de aluminio parecida a la que usaba mi mamá, de la que todavía andan por acá algunas piezas abolladas por más de una generación de sobrinos. Y también recuerdo lo máximo que recibimos, un tocadiscos “wincofon” acompañado por un long play de Los Beatles y otro de El Club del Clan..., remoto antepasado de los Mp4.
Nuestros padres, tíos y abuelos, realmente debieron ser más Magos que Reyes en esos tiempos para poner los regalos sin que nosotros los viéramos. A pesar de que el 5 de enero nos mandaban a dormir temprano, era noche de vigilia y estábamos permanente atentos al menor ruido sospechoso.
Al pie del árbol de navidad, al lado del hogar a leña o en la galería de la casa, nuestros zapatos se alineaban junto al pasto y agua para los camellos y hasta, a veces, algún turrón para el Rey Mago preferido.
Supongo que nos vencería el cansancio y nos dormíamos, aferrados de la mano de una cama a otra.
Con el canto del primer gallo, el primer rayo de sol o movimiento de la casa, salíamos todos a la carrera, en pijama o en lo que fuera, a revisar los zapatos. El pasto y el agua para los camellos, por supuesto, no estaban, pero sí paquetes de misterio efímero que desenvolvíamos con entusiasmo y nos mostrábamos unos a otros como trofeos: los regalos recibidos.
En una de esas oportunidades, nuestra maravillosa inocencia puso en apuros a los adultos. Entre todos habíamos tomado una decisión: No nos parecía justo que solamente los más chicos recibiéramos regalos, entonces, cuando creían que ya dormíamos, nos levantamos y junto a nuestros pequeños zapatos pusimos los zapatos de todos los “grandes”. Tacos altos de las tías y mamá, los elegantes zapatos acordonados de vestir de papá y los tíos y las pantuflas de la abuela.
¡Pobre de ellos, los adultos cuando fueron a poner nuestros regalos! Habrán pensado deduzco yo- que si ignoraban sus propios zapatos y no dejaban nada, iban a tener que dar explicaciones que nos les convenían, tales como: “es que los grandes nos portamos mal”.
Tuvieron que recurrir a su ingenio para salvar la situación. Como obviamente, regalos no tenían, ubicaron en cada zapato lo que tuvieron a mano. Así padres, tíos y abuela ligaron indiscriminadamente, rollos de papel higiénico, jabones de tocador y hasta lo recuerdo muy bien- una lata de arvejas.
Nuestra ilusión se mantuvo, al menos por ese año. Después mamá conservó la tradición y ahora se ocupa mi hermana ¡Por nuestras casas todavía pasan los Reyes Magos!
PAPA NOEL
Lo de Papá Noel, en cambio, nunca nos lo creímos mucho. En el ambiente en el que vivimos, apareció algunas décadas después. Lo aceptamos más por consumismo que por convicciones. Lo de los camellos no lo cuestionábamos nunca, pero trineo y renos por los lotes de papa y trigo era difícil de aceptar hasta para la imaginación más frondosa.
Para nosotros ya era tarde, éramos grandes. Entonces, un año, resolvimos aplicarlo con la generación siguiente. A esa altura, eran siete u ocho pibes, de entre 2 a 12 años. La familia aumentaba en pro de la continuidad...
Hicimos una “vaca” y compramos regalos para todos.
Así fue como un 24 de diciembre, con unos 30º de temperatura, me encerré en la habitación y ayudada por una de las primas, me vestí con un trajecito de invierno rojo, bastante lindo pero algo pasado de moda, adaptado al modelo de Papá Noel. Nos olvidamos de los guantes...
Un almohadón en la cintura, -porque mis escasos 60 kilos, no daban el perfil del viejito barrigón- y una careta de goma con gorro con cascabel en la punta incorporado, que era tan horrible que cuando me vieron los más chicos se largaron a llorar.
Yo estaba bastante incómoda y acalorada. La careta era insoportable, los agujeros de los ojos demasiado grandes y se me corrían; el traje caluroso; las botas vaya a saber de quién- me quedaban grandes. Pero la causa valía el sacrificio.
Mi hermana se encargó de apagar las luces justo a las 12...
Yo entré por la ventana. Llevaba al hombro una enorme bolsa con los regalos y en la mano, haciéndolo sonar, un cencerro antiguo que conservábamos del campo y ahora solo cumplía la función de adorno colgado en la pared, porque vaca para ponérselo hacía rato que no teníamos...
Los chicos son fascinantes; sus reacciones son tan espontáneas que si yo no hubiera estado tan abstraída en representar mi papel, me hubiera dado cuenta que los chiquitos estaban asustados y los más grandes muertos de risa.
Uno de los medianos, se quedó todo el tiempo parado frente a mí mirándome fijo y sin hablar. Cuando dije su nombre y el di el paquete, me largó el “sos la tía”.
Todos nos hicimos los disimulados y cumplimos la ceremonia hasta el final.
De nuevo a apagar las luces y yo a liberarme de la parafernalia y aparecer de nuevo en la reunión haciéndome como si nada.
Pero el mediano me había intrigado, entonces le pregunté
-¿Vos por qué pensás que era la tía?
-Porque Papá Noel no se pinta los ojos y la uñas como vos...
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