lunes, 24 de junio de 2013

John Donne (1572-1631)

John Donne fue el más importante poeta metafísico inglés de las épocas de la reina Isabel I (Elizabeth I) (1559-1603), el rey Jaime I (James I) (1603-1625) y su hijo Carlos I (Charles I) (1625-1642). La obra del joven Donne es notable por su estilo realista y sensual, e incluye muchos poemas y canciones, así como versos satíricos; el lenguaje vibrante y la inmediatez de sus metáforas lo distingue de sus predecesores y la mayoría de sus coetáneos. Después de estudiar teología, se convirtió al anglicanismo en la década de 1590. 
Después de un largo período de penurias económicas y de lucha consigo mismo, durante el cual fue dos veces miembro de parlamento (en 1601 y 1614), finalmente sucumbió a los deseos del rey y se ordenó sacerdote anglicano en 1615. Su poesía adquirió un tono más profundo tras morir su esposa Anne el 15 de agosto de 1617; especialmente los que se consideran como sus "sonetos sagrados" (Holy Sonnets). Después de asumir su cargo, Donne escribió un gran número de trabajos religiosos, como Devotions Upon Emergent Occasions (1624) y varios sermones, muchos de los cuales fueron publicados en vida y de los que se conservan 160. Se le consideraba un maestro de la elocuencia y su estilo único lo ayudó a convertirse en uno de los más grandes predicadores de sus tiempos. Contrajo una grave enfermedad en 1623, durante la cual escribió su obra Devotions. Es muy conocida la historia de su muerte: al parecer el día antes de morir dio un sermón que muchos dijeron fue el sermón de su propio funeral. El sermón lo interrumpió para recitar un discurso llamado Death's Duell, una obra maestra de la prosa inglesa del siglo XVII. Luego se retiró a su cámara y mandó a hacerse un retrato envuelto en la mortaja con la que se le enterró. Murió unas semanas después, el 14 de marzo de 1631. 



Por quién doblan las campanas

Ningún hombre es en sí
Equiparable a una isla;
Todo hombre es un pedazo del continente,
Una parte de tierra firme;
Si el mar llevara lejos un terrón,
Europa perdería
Como si fuera un promontorio.
Como si se llevara una casa solariega
De tus amigos o la tuya propia.
La muerte de cualquier hombre me disminuye,
Porque soy una parte de la humanidad.
Por eso no preguntes nunca
Por quien doblan las campanas,

Están doblando por ti.


La aparición

Cuando por tu despecho, ¡oh inmoladora!, esté muerto,
y libre te creas ya
de todos mis asedios,
vendrá entonces mi espectro hasta tu lecho
y a ti, vestal farsante, en peores brazos hallará.
Parpadeará entonces tu enfermiza llama,
y aquel, tu entonces dueño, fatigado ya,
si te mueves, o intentas despertarlo con pellizcos, pensará
que pides más,
y en sueño simulado te rehuirá,
y entonces, álamo tembloroso, menospreciada, abandonada,
te bañarás en gélido sudor de azogue,
espectro más real que el mío propio.
Lo que diré no he de decirlo ahora,
no vaya eso a protegerte. Desvanecido ya mi amor,
antes quisiera verte con dolor arrepentida

que, por mis amenazas, inocente.



El corazón roto

Loco de remate está quien dice
haber estado una hora enamorado,
mas no es que amor así de pronto mengüe, sino que
puede a diez en menos plazo devorar.
¿Quién me creerá si juro
haber sufrido un año de esta plaga?
¿Quién no se reiría de mí si yo dijera
que vi arder todo un día la pólvora de un frasco?

¡Ay, qué insignificante el corazón,
si llega a caer en manos del amor!
Cualquier otro pesar deja sitio
a otros pesares, y para sí reclama sólo parte.
Vienen hasta nosotros, pero a nosotros el Amor arrastra,
y, sin masticar, engulle.
Por él, como por bala encadenada, tropas enteras mueren.
El es el esturión tirano; nuestros corazones, la morralla.

Si así no fue, ¿qué le pasó
a mi corazón cuando te vi?
Al aposento traje un corazón,
pero de él salí yo sin ninguno.
Si contigo hubiera ido, sé
que a tu corazón el mío habría enseñado a mostrar
por mí más compasión. Pero, ¡ay!, Amor,
de un fuerte golpe lo quebró cual vidrio.

Mas nada en nada puede convertirse,
ni lugar alguno puede del todo vaciarse,
así, pues, pienso que aún posee mi pecho todos
esos fragmentos, aunque no estén reunidos.
Y ahora, como los espejos rotos muestran
cientos de rostros más menudos, así
los añicos de mi corazón pueden sentir agrado,
deseo, adoración,

pero después de tal amor, de nuevo amar no pueden.



La prohibición

Guárdate de quererme.
Recuerda, al menos, que te lo prohibí.
No he de ir a reparar mi pródigo derroche
de aliento y sangre en tus llantos y suspiros,
siendo entonces para ti lo que tú has sido para mí.
Pues goce tan intenso consume al punto nuestra vida.
Así, a fin de que tu amor frustrarse no pueda por mi muerte,
si tú me amas, guárdate de quererme.

Guárdate de odiarme,
o de excesivo triunfo en la victoria.
No es que yo a mí mismo haga justicia,
y me resarza del odio con más odio,
pues tú el título perderás de conquistador
si yo, tu conquista, perezco por tu odio.
Así, a fin de que mi ser a ti en nada perjudique,
si tú me odias, guárdate de odiarme.

Mas ama y ódiame también.
Así ambos extremos la función de ninguno cumplirán.
Ámame para que pueda morir del modo placentero.
Odiame, porque tu amor es excesivo para mí,
deja que los dos mutuamente, y no a mí, se destruyan.
viviré entonces para apoyo y triunfo tuyo.
Así, para que tú a mí, a tu amor y odio no destruyas,

déjame vivir, pero ama y ódiame también.


A la muerte

No estés orgullosa, muerte, aunque te hayan llamado
poderosa y terrible, pues tú no eres así.
Porque aquellos a los que quisiste derrocar,
pobre muerte, no murieron ni a mí puedes matarme.

Si del descanso y el sueño, que parecen calcarte,
mana el placer, más intenso placer manará de ti,
y pronto los más excelsos seguirán tu camino,
descanso de sus huesos y libertad de su alma.

Esclava de la desesperación, la suerte y el destino,
tu casa es el veneno, la enfermedad, la guerra.
Pueden dormirnos igual o mejor que tus besos
amapolas o hechizos. ¿Por qué, pues, te envaneces?

Pasado un breve sueño, despertamos eternos,

y ya nunca habrá más muerte y, muerte, morirás.


Canción

Ve y coge una estrella fugaz;
fecunda a la raíz de mandrágora;
dime dónde está el pasado,
o quién hendió la pezuña del diablo;
enséñame a oír cómo canta la sirena,
a apartar el aguijón de la envidia,
y descubre
cual es el viento
que impulsa a una mente honesta.

Si para extrañas visiones naciste,
vete a mirar lo invisible;
diez mil días cabalga, con sus noches,
hasta que los años nieven cabellos blancos sobre ti.
A tu regreso tú me contarás
los extraños prodigios que te acontecieron.
Y jurarás
que en ningún lugar
vive mujer hermosa y verdadera.

Si la encuentras, dímelo,
¡dulce peregrinación sería!
Pero no, porque no iría,
aunque fuera justo al lado;
aunque fiel, al encontrarla,
y hasta al escribir la carta,
sin embargo,
antes que fuera,
infiel con dos, o tres, fuera.


(Versión de Purificación Ribes)


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