GANADOR Categoría A – jóvenes de 12 y 13 años
8 de octubre de 2002 en algún lugar
de Emilia Palmarino Ortalda, alumna de Colegio Barker de Lomas de Zamora
No sabía a dónde iba. Antes no me había importado, pero la zona se había convertido en extraña para mí. Se sentía como un secreto. El silencio de las veredas, el murmullo de los pisos en los caserones, las fachadas antiguas. Un secreto bien interiorizado, algo íntimo, de tal manera que sentía que conocía cada planta, cada baldosa, cada recoveco. Me entregaban paz. En una de aquellas desiertas calles del barrio, una suerte de callejón se habría entre un desgastado edificio y una pequeña tienda de antigüedades desolada. Me adentré en sus sombras y un viento frígido cortó la tranquilidad que reposaba sobre el lugar, como la más filosa de las armas. Allí fue cuando noté lo único que había en aquella desdichada callejuela: lo que aparentaba ser una librería se alzaba ante mí. El marco de la puerta estaba torcido y ésta un tanto desvencijada, pero acompañada de una corona de decoraciones raídas. La pintura descascarada hacía un buen trabajo en completar la apariencia afligida del lugar, pero lo más triste eran los libros que se veían a través de una película con más polvo que vidrio. Se mostraban como que habían estado sentados allí en soledad mucho, quizá demasiado tiempo. Me aventuré a entrar. Mirando atrás, aún no decido si esa fue la mejor decisión que tomé o la más estúpida de las decisiones. ¡Qué cómico es el tiempo! Más engañoso que el más astuto de los zorros. Lo único que me acompañó a través del umbral de la puerta fue el frío viento. El interior de aquel extraño lugar se veía exactamente como lo imaginaba desde afuera. Bibliotecas atrapadas detrás de años, quizá décadas de polvo y telarañas. Más libros amarillentos. Algo me decía que no hurgue nada, pero la curiosidad mató al gato, y en vez de salir rápidamente de allí, me acerqué al más roto de los estantes. Justo en el centro, destacándose entre sus andrajosos pares, había un pequeño libro, de tapa de cuero negra con detalles en dorado. El título se asemejaba más a un trabalenguas que a un título, pero me intrigaba tanto que aun así lo tomé. La tapa no era nada notable, sin embargo había algo muy peculiar sobre él. No era el hecho de que era el único que no parecía estar allí desde el arca de Noé, o que las páginas estaban tan blancas que lastimaban la vista. No. Lo más extraño, era que parecía vibrar. De hecho, vibraba tan fuerte que se me resbaló de las manos antes de que obtuviera la chance de abrirlo. Lo único que recuerdo fue sentir aquel viento de vuelta. Luego, ya no estaba en la librería.
Oí varias veces a personas hablar sobre ciudades fantasma. Aunque mi conocimiento sobre ellas era altamente escaso, si esto no era una de ellas, determinar qué podría ser, estaba por encima de mí. No hay mejor forma de poner en palabras lo que me rodeaba que diciendo que era como si el más antiguo de los barrios fuera despojado de todos los niños jugando en la acera, de toda su universal familiaridad, de todo lo extrañamente bello, de toda la vida, todas las plantas. Todo eso reemplazado por un aire gélido en todos los posibles sentidos, un sentimiento de soledad no completa, por patéticas ramas secas. Como si solo quedaran las ruinas.
A mi lado yacía el libro, normal de vuelta; páginas una vez blancas casi marrones; el intrincado título, ahora la nada misma; las páginas probablemente escritas, ahora vacías. Por alguna razón estuve tranquila con esta realidad hasta que los ojos se me cerraban de cansancio, y la desesperación de no haber encontrado a nada o nadie en al menos 30 cuadras comenzaba a atacarme. Decidí descansar dentro de lo que probablemente solía ser un almacén, tan solo acompañada por el dichoso librillo, pero estaba demasiado inquieta como para dormir, como si mi mente se les adelantara a mis otros sentidos. No tardé mucho en descubrir el por qué. No dejaba de divisar de reojo manchas de luz etérea y azulada. El frío se apoderaba de mí en tan solo un segundo. Las cosas caían sin explicación. La madera de los pisos se estremecía, aunque no había nada presionándola. Nada me asustó más que cuando levanté la mirada, y unos ojos azul marino me devolvían el vistazo.
No estoy segura de sí describir los ojos de esa manera fue apropiado, puesto que todo era azul o celeste sobre aquel ente que se hallaba en frente de mí. Eso es. Una de aquellas manchas de luz se encontraba frente a mí, y definitivamente era un fantasma. Si se movía, se desvanecía por tan solo un momento, pero si se quedaba quieto, hasta el más mínimo detalle se mostraba obvio. Parecía tener mi edad, alrededor de 16 años, el pelo con ondas casi enruladas hasta el mentón. Lo más sorprendente era su ropa: unos pantalones normales, anchos, y una campera grande, con una remera abajo. No me sorprendía por como vestía en sí, sino porque vestía como una persona normal. Eso me provocó una tristeza muy profunda. Después de todo, había alguna razón para que sea un fantasma. No creo que sea necesario explicar más. Se veía que mi cara mostraba susto, porque el fantasma me dedicó una sonrisa acompañada de hoyuelos. Lo más sencillo probablemente, era huir despavorida, pero algo en su forma de sonreír se veía sincera. Sus ojos me miraban con lo que sólo puede ser descripto como curiosa alegría, y por alguna razón, de repente sus ojos se veían coloridos. Algo me decía que podía confiar, al menos un poco. Que, aunque escaseara en lo material, ese fantasma era una persona. Devolví la sonrisa. Me hizo una seña, yo lo seguí, aunque con cautela. Caminamos (y levitamos) por poco de tiempo. Era algo bastante estúpido confiar en alguien que era un fantasma y que recién conocía en base a una mínima interacción, lo sé, pero era lo más parecido a un amigo que tenía, y lo que sea venía bien.
Llegamos a una suerte de apartamento. Todo era muy bello, pero me entristeció aún más ver que, aunque era un fantasma, lo que en mi opinión hacía a una persona seguía allí dentro, aunque fuese transparente. Alguien sin sentimientos o pensamientos no hacía a un lugar suyo y lo decoraba tan hermosamente. No conocía a esta persona, o lo que queda de ella, pero se notaba que aquel lugar era obra suya: las luces que misteriosamente se prendieron cuando pasó frente a ellas, los pósters desvanecidos, hasta la decoración hecha de ramas. Provocaba un sentimiento de seguridad y calor inexplicable. Claro quedó que la comunicación verbal no era posible, no obstante, resultó no ser necesaria. Tan solo una mirada era suficiente. Luego de algunas noches también quedó claro que no se me iba a presentar ninguna necesidad de consumir comida o agua. Sorprendentemente mi tiempo se pasaba bastante placenteramente.
Durante las mañanas salía a caminar, encontré de todo, lo coleccionaba fielmente. Lo mejor era pasar tiempo con mi compañero, aunque no dijéramos nada. Su presencia me hacía sentir bien. Así pasaron varias semanas o meses, no estoy segura. Se deben estar preguntando por qué me conformé con esa vida llena de inquietudes sobre el futuro, o por qué nunca intenté volver a mi mundo. Y yo les digo que lo intenté. Me costó aceptar que nunca pude ni volveré a poder, puesto que el libro, de un día para el otro se esfumó. Este era mi mundo ahora, y estaba conforme con él Cada día era más fácil. Quizá porque ya casi no recordaba nada de mi vida anterior, solo aquella última caminata. No creo que tuviera tanto para recordar, de cualquier forma
De a poco me fui desvaneciendo. Cada día mi piel estaba cada vez más pálida. Las luces titilaban cuando caminaba frente a ellas. También debería mencionar que no le temo a morir, o lo que sea que me pasara.
Una mañana que prometía ser igual que las demás, decidió diferenciarse drásticamente. Por primera vez, escuché a mi amigo decir algo. Tarareaba una melodía. Pensé que lo había imaginado, pero sus labios se movían al ritmo. Hice un gran esfuerzo por hablar. Hacía mucho que no lo hacía. Nunca sentí la necesidad. Le pregunté si estaba tarareando, y se dio vuelta de golpe para observarme mejor. Sus ojos gritaban sorpresa y cierta alegría, pero algo más se veía a través de ellos: tristeza. Debe ser algo fantasmal comunicarse con sus pares. Desde ese momento fue oficial. Yo era un fantasma certificado.
Esa obviamente no era la única característica. En los días que siguieron veía a todos los habitantes del pueblo y escuchaba sus conversaciones, pero luego de esta revelación, hubo lugares a los que no me atrevía a ir. Aquellos en los que estaban los que no se acordaban siquiera sobre su vida como un fantasma porque para ellos no había futuro. Me daba miedo. No porque fueran peligrosos, sino porque un día, mi compañero estaría allí también, tan solo siendo uno más de la masa. Sólo yo, aunque sea por un tiempo, sabría que él no era sólo uno más.
De todo esto me enteré charlando con Eider. Lo último que me dijo mientras su cuerpo perdía forma, volviéndose lo primero que me pareció que era: una mancha de luz etérea, fue su nombre. Me regaló una última mirada, una última sonrisa, un último mensaje silencioso. Y eso logró que por mucho que no quisiera, me quedará allí.
Aún tengo muchas preguntas sobre cómo terminé aquí. El común denominador de las historias que me contó Eider es un misterioso libro dentro de una misteriosa librería. Pero me contó mucho más, y me enseñó mucho más, inclusive sin palabras. Los griegos decían que hay diversos tipos de amor. No sé cuántos jugaron entre Eider y yo, pero creo que nunca extrañé más a alguien.
Esto lo escribo mientras siento a mis propias memorias fantasmales desvaneciéndose, así que me disculpo por cualquier detalle excluido. El libro reapareció. Y algo me dice que un humano apareció también. Yo solo espero que estas palabras aún queden aquí, y que tú, mi querido lector, no seas el próximo en averiguarlo.
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