miércoles, 19 de octubre de 2022

CONCURSO LITERARIO NARRATIVO “CONTATE UN CUENTO XV” Declarado de Interés Educativo por el Ministerio de Educación de la Nación res 1275/se

 

Mención de honor categoría E – adultos

Los bárbaros 

de Fernando Garcia Flórez de Valladolid España

                             

          —Están a menos de cien kilómetros, avanzan hacia aquí —dijo el espía aún subido en su caballo.

—Reuniré inmediatamente al Consejo. Debemos preparar nuestra defensa —dijo el Jefe del poblado.

El Consejo se reunió en la Plaza del pueblo.

—Los bárbaros se acercan. Necesitamos organizar nuestra defensa —dijo el Jefe—. Sabéis que nadie nos prestará ayuda. Todos los poblados del Norte se han rendido al enemigo. Somos quinientos habitantes en todo el pueblo frente a treinta mil guerreros bien armados. Estamos solos para salvaguardar nuestra civilización ancestral ante las hordas bárbaras. Debemos acordar entre todos qué hacemos. 

—Quizás debamos negociar —dijo un consejero de larga barba blanca— y llegar a un acuerdo: que respeten nuestra cultura, nuestra forma de vida, que prosigan su camino sin incordiarnos. Seremos una isla en medio de la barbarie. Nosotros, a cambio, tampoco les molestaremos, les enseñaremos nuestra forma de vida para que comprendan que se puede vivir mejor sin necesidad de tantas guerras, de tanto cobrar impuestos a los pueblos sometidos. Les transmitiremos nuestra sabiduría. Somos el pueblo más sabio de la extensa estepa. Tal vez acepten nuestra propuesta.

El Consejo discutió largo rato hasta que consensuaron los términos de la propuesta de acuerdo a trasladar a los bárbaros. En esencia se trataba de un intercambio: el poblado les desvelaría sus conocimientos, su sabiduría, a cambio de la paz, de no pagar tributos, de no ser esclavos... Enviaron un emisario con la propuesta. A los cinco días regresó. De nuevo se reunió el Consejo.

—Estuve con el Jefe de los bárbaros, Akira, y su grupo de asesores —dijo el emisario—. No hablan nuestro idioma, sino uno muy arcaico. Tuve que improvisar para tratar de que me entendieran. Escribí un escueto mensaje en la tierra. Los asesores de Akira prestaron mucha atención y les sorprendió mi escritura, aunque no la entendían. Deduje que no saben escribir. Discutían entre ellos en un idioma incompresible. Akira parecía contrariado, y no cesaba de hacer preguntas a los asesores. Les expliqué con señas lo que decía el mensaje escrito. Creo que los asesores me entendieron. No me dieron respuesta. Akira me ordenó por señas que abandonara el campamento. Cuando partí, aún seguían discutiendo. Supongo que si no nos rendimos, nos matarán a todos.  

—¿Qué hacemos? —preguntó el Jefe—. Al enemigo lo tenemos en nuestras puertas y no han aceptado nuestra propuesta. Entiendo que tenemos tres opciones. La primera, defendernos, pero no disponemos de murallas, ni de ejército, ni de armas. La segunda, rendirnos. Si lo hacemos, nos exigirán pagar grandes tributos, reclutarán a nuestros jóvenes para su ejército, se llevarán a nuestras hijas como prostitutas para sus soldados. Y la tercera es huir lo más lejos posible con nuestras pertenencias más valiosas.

—Si son tan primitivos como pensamos, y nosotros tan sabios, debemos encontrar el medio de convencerlos de que no adelantan nada con tenernos como enemigos, y mucho como amigos —dijo un anciano de calva resplandeciente.

—¿Alguien sabe algo acerca de su religión? —preguntó el consejero de larga barba blanca.

—De todas las averiguaciones que he hecho, sé que adoran al Dios Otín —contestó el espía. 

—¿Sabes cómo representan a su Dios? —preguntó el anciano de larga barba blanca.

—Sí —contestó el espía—. Vi su estatua desde lejos, pero me fijé bien. Es una talla de madera del tamaño de un hombre, con orejas y nariz normales, tuerto, y porta una lanza en sus manos. Tengo la imagen de esa estatua en la cabeza.

 —Quizás haya una cuarta opción... —dijo dubitativo el consejero de larga barba blanca.

—¿Qué opción planteáis? —preguntó el Jefe.

—Sabemos cómo es una estatua de Otín, y yo conozco alguna de las capacidades de ese Dios —dijo el consejero de larga barba blanca—. Tengo una idea, y si todos estáis de acuerdo podemos ponerla en práctica. El espía debe abandonar nuestro poblado y que no regrese hasta que lo avisemos. 

A los dos días, el ejército de Akira ya estaba en las inmediaciones del poblado. 

—¿Qué hacemos, Akira, atacamos? —preguntó el general.

—¿Atacar? ¿A quién? No hay ningún ejército enemigo al que atacar, no hay ninguna muralla que asaltar. La gente del poblado sabe que estamos aquí y prosiguen con sus quehaceres normales, ¿no serán todos ciegos, no? Este poblado no está dispuesto a defenderse, ni han enviado un comité de rendición clamando por sus vidas, a pesar de que saben que nos dirigíamos hacia aquí. Tampoco han huido. Es la primera vez que nos ocurre esto. Lo único que sabemos de esta gente, a través del emisario que nos enviaron el otro día, es que no desean rendirse, sino que pretenden que no los sometamos a cambio de  transmitirnos su sabiduría. Se sienten seguros de sí mismos. Debemos averiguar por qué. Reúne a los doscientos mejores guerreros, a dos asesores, y me adelantaré con ellos a indagar. Quizás hayan urdido alguna emboscada y caigamos en ella, debemos ser muy prudentes. Es todo muy raro.

Akira entró en el poblado. Sus habitantes ni se inmutaron; continuaron con sus quehaceres cotidianos como si Akira y su cortejo fueran invisibles.

—¿Qué es todo esto, asesores? Esta gente parece no vernos ni oírnos —preguntó  Akira.

—No sabemos. Nunca hemos tenido noticias de un pueblo tan especial —contestó el asesor que iba a su izquierda.

—¡Alto! ¡Alto! ¿Veis lo mismo que yo? —preguntó  Akira.

—Sí, Akira —contestó el asesor de su derecha—. Es una talla de Otín a la que todos prestan reverencia al pasar ante ella. Pero no porta en sus manos una lanza, sino una piedra. Este poblado también adora a Otín. No podemos someter a esta gente, Otín se vengaría. Ahora entendemos por qué no disponen de murallas ni de ejército. No lo necesitan. Cuentan con la protección de Otín, y con eso les basta.

—Acerquémonos a ver la estatua —ordenó Akira.

—Mira, Akira —dijo el asesor de la izquierda—, Otín no está tuerto, sino que mantiene los dos ojos bien abiertos, y en la piedra aparecen dibujados  signos  similares a los que dibujó en el suelo el emisario. Otín es el Dios de la sabiduría y de la guerra. Nosotros siempre hemos representado al Otín de la guerra, tuerto por herida de guerra. En este poblado representan al Otín de la sabiduría. 

—No veo por aquí al emisario del otro día. ¡Buscadlo! Y traedme también al Jefe de este poblado. Que me expliquen entre los dos qué significa todo esto —ordenó Akira a sus guerreros.

Los guerreros preguntaron, por señas, a muchas personas dónde estaba el emisario. Todos respondían, por señas, que el poblado no había enviado a ningún emisario. Entraron en todas las cabañas, y el emisario no estaba. Respecto del Jefe, todos señalaban con el brazo a la estatua de Otín. 

—Decidme, asesores, ¿cómo es posible que el emisario no aparezca?, ¿cómo es posible que en este poblado no haya ningún Jefe con el que poder entenderse?

—Akira, sabéis que nuestro Dios es el único que puede esculpir sus palabras en la roca —contestó el asesor de la izquierda—. Nuestro Dios no sólo ha hablado a este pueblo, sino que también ha esculpido su voz en la piedra y le habrá transmitido su sabiduría. Según nuestros ancestros, a la voz esculpida en la piedra se le denomina escritura, pero jamás hemos visto en sitio alguno palabras esculpidas, salvo en esa roca. De lo poco que sé al respecto, deduzco que eso es una escritura. Otín es el Jefe de este poblado, y el emisario no portaba un mensaje de este poblado, sino que era un emisario de Otín. 

—¿Cómo es posible que en ninguno de los poblados que hemos sometido no existiese ninguna estatua de Otín, y sí exista en éste? ¿Pero es que este pueblo no se relaciona con ningún otro al que haya transmitido su religión? —preguntó Akira. 

—Los poblados del Norte están muy alejados de aquí. Seguro que este poblado se relacionará con los poblados del Sur, que según nuestras referencias están más próximos —contestó el asesor de la derecha.

Akira ordenó a sus asesores que se enteraran con exactitud del significado de las palabras esculpidas en la piedra. 

Al cabo de dos horas, después de muchas indagaciones, los asesores comunicaron a Akira la dicción exacta de la inscripción.

—¿Convendría que fuéramos amigos de este pueblo? —preguntó Akira.

—Es mejor alejarnos de los que son más sabios que nosotros —repuso un asesor—, nos someterían con su inteligencia. No contaremos a nadie lo que hemos visto en este poblado, es mejor que los pueblos que hemos sometido permanezcan en la ignorancia y adoren al Otín de la guerra, nosotros somos los más fuertes. Este poblado es sagrado, y nosotros lo hemos profanado introduciendo en él a nuestros guerreros. Otín nos castigará por ello.  

—Otín no nos castigará —gritó Akira—, no hemos matado ni violado a nadie, no hemos robado nada. Hemos entrado pacíficamente, y pacíficamente nos iremos. ¡Atrás!, ¡atrás!, ¡nos vamos! 

Akira y su séquito abandonaron con urgencia el poblado, dejando atrás para siempre esa estatua de Otín, que portaba una piedra en la que rezaba esta inscripción: “Este es mi pueblo elegido al que he transmitido mi conocimiento. Su sabiduría derrotará a la espada”.

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