Ganador de la Categoria E – Adultos
“Libre”
de Paola Andrea Rinetti de Pablo Podestá Partido de Tres de Febrero
Llevó las rodillas al pecho y se abrazó las piernas. El crujido de los pastos secos restregándose entre sí anunciaba que el hombre se acercaba. La altura de la maleza alcanzaba a cubrir su pequeño y delgado cuerpo, pero la falta de árboles en aquella extensión le jugaban en contra.
Se tumbó de costado formando un ovillo y contuvo la respiración. Dejó de oír el caminar.
El viento helado, hijo de aquel crudo invierno, aumentaba progresivamente su intensidad, arrastrando y reuniendo sobre aquella superficie agreste un centenar de grises nubarrones henchidos de agua.
Se incorporó y sus ojos se posaron sobre los del hombre, allí de pie, expectante.
Se miraron. Una gota de sudor se desprendió de la frente y le recorrió todo el lado izquierdo del rostro, hasta caer a la tierra; una gota de sangre nació de entre los cabellos del hombre, y le recorrió todo el lado derecho del rostro hasta perderse por debajo de la barbilla.
Respiró; se incorporó de un salto y se echó a correr. El hombre la siguió.
Estaba descalza, y las piedras de aquel yermo terreno le rasgaban las plantas de los pies. La adrenalina atenuaba el dolor casi al mínimo.
Giró la cabeza por sobre su hombro varia veces. No lo conocía. Alto y robusto, sus superlativas dimensiones le resultaban desventajosas en la huida, no pudiendo competir con el cuerpo delgado y pequeño de ella.
Pronto, entraron en una zona boscosa y empinada, repleta de árboles y arbustos. Pequeñas gotas de agua comenzaron a caer. La superficie empezó a humedecerse. Las copas de los tupidos arboles bloquearon la poca claridad que brindaba aquel día, y ambos se vieron absorbidos por un halo espeso y gris.
La muchacha continúo corriendo en zigzag, esquivando todo elemento de la naturaleza que se interponía en su camino. A unos pocos metros, metros que comenzaba a achicarse, el hombre la imitaba, manteniéndose firme.
Su liviano cuerpo resbalaba. Podía oír la agitada respiración del hombre acercarse, el choque de las botas de trabajo sobre el humus, las articulaciones crujir con cada embiste.
Giró la cabeza y vio la silueta de aquel hombre casi sobre la de ella. El persecutor estiro su brazo y le rozó el hombro; la chica dio un salto para tomar distancia. Su pie se depositó sobre un puñado de hojas mojadas que se separaron entre sí formando una hendidura, hendidura que la hizo perder el equilibrio y caer.
La inercia, en trabajo conjunto con la pendiente descendiente, la arrojaron con violencia hacia adelante. Sus antebrazos se estrellaron contra el suelo, y a continuación su rostro y cabeza. El golpe la atontó; comenzó a rodar cuesta abajo sin poder hacer uso de ninguna extremidad para atenuar la caída. Ramas, piedras, troncos; todo colisionada contra su cuerpo, abollándolo, rasgándolo, desgarrándolo hasta hacer estallar la sangre.
Rodó varios metros más hasta que un grueso árbol la detuvo. Un gran volumen de sangre le subió por la garganta y le estalló en la boca, haciéndola toser. Los oídos le zumbaban. El dolor la adormecía.
Con la espalda y la cabeza apoyadas sobre el tronco del árbol, bajó un poco el mentón y observó. Una gruesa y escamosa rama le atravesaba el estómago; rama que nacía de las raíces del árbol sobre el que su cuerpo descansaba, rama que le había desmembrado las entrañas.
La vista se le nubló; alcanzó a ver cómo su persecutor se acercaba. No podía moverse. Apenas respiraba. La sangre oscura inundaba la superficie musgosa.
El hombre se paró frente la chica y la observó durante varios segundos regurgitar sangre y estremecerse. Estiró su brazo y le arrancó los botones de la blusa negra que llevaba puesta, descubriendo una filosa daga y una llave colgando de su cuello, con el uso de una gruesa cuerda. Le quitó el improvisado collar, arrojó el pequeño puñal entre las hojas y se guardó en el bolsillo la llave. Acto seguido, extrajo de su bolsillo una pequeña vasija con un líquido oscuro que derramó sobre el cuerpo de la muchacha, y un encendedor que arrojó por los aires luego de encendido. Se dio la vuelta y comenzó a recorrer nuevamente, pero en sentido contrario, el camino que lo había llevado hasta allí, mientras las llamas se alzaban a sus espaldas y lo gritos entremezclados con risas sarcásticas y guturales de la muchacha le resonaban en los oídos.
Ascendió con cansancio y durante varios metros la empinada superficie. Las hojas revueltas y húmedas lo desestabilizaban.
La tenue luz del invernal día comenzó a hacerse ver nuevamente; abandonó la zona boscosa y continuó desplazándose por el extenso y liberado terreno varios metros más.
Tambaleaba; con la mano se limpiaba la sangre que nacía en su cabeza y se colaba en su ojo, dificultándole la visión. Su rostro adoptaba gestos de dolor e incomodidad; le quedaban pocas energías.
Cruzó un hediondo arroyo estancado y caminó por un terreno empedrado hasta que visualizó el techo de una casa.
La pequeña y precaria vivienda, construida con chapas, maderas y techo de paja, se erigía entre medio de varios árboles, desde cuyas ramas pendían centenares de figurillas humanas, elaboradas con ramas, heno y cuerdas. Hacia un costado había una gran olla volcada e infestada de moscas y, hacia el otro, una pila de troncos secos.
El hombre se acercó a la casa, forzó el picaporte y, ante la imposibilidad de abrir la puerta, tomó distancia y le propino una patada que hizo saltar tornillos y astillar la madera circundante.
La portezuela se abrió de un golpe; el hombre ingresó trastabillando, sosteniéndose la cabeza chorreante de sangre y extrayendo de su bolsillo la pequeña llave; y, antes de derrumbarse sobre el suelo, abrió el candado de la enorme jaula que ocupaba toda la habitación, plagada de pequeños infantes vestidos con harapos, agazapados y asustados, con cortes y marcas en el cuerpo, los cabellos sucios y actitud animal, al grito de:
- Pueden irse. Ya son libres
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