Mención de honor categoría C – jóvenes de 16,17 y 18 años
“Aquel jueves”
de Candela Corsi alumna de la E.E.S. N° 19 de Tandil
Ella pasaba todos los jueves a las 14:30 por la puerta de mi casa. Todos, sin falta. Siempre de la misma manera, con su campera negra y su espalda recta. Siempre miraba hacia adelante, como si a sus lados no hubiera nada que pudiese captar ni su más mínima atención.
Todos los jueves a las 14:25 me sentaba en la silla de la cocina, esa que estaba al lado de la ventana, con la esperanza de verla, y sí, cinco minutos después podía ver su pelo alborotado pasar por al lado de mi ventana, tan cerca que si sacaba mi brazo la podía tocar, pero a la vez se veía tan inalcanzable…
Después de un par de semanas empecé a sentarme en las escaleritas de la entrada, todavía no sé muy bien porqué, pero algo de mí quería tenerla cerca, la curiosidad me mataba si se trataba de ella.
Era de mi edad, un poco más grande quizás, pero no pasaba los 17 años, de eso estaba seguro. Su pelo era un desastre de rulos y color negro, sus ojos eran marrones.
Nunca supe su nombre o a qué escuela iba, tampoco sabía a dónde iba todos los jueves a las 14:30hs, creo que eso es lo que más me llamaba la atención, el misterio de no saber quién era la chica que pasaba una vez por semana por la puerta de mi casa.
Una vez mi abuela se sentó en las escaleritas de la entrada conmigo mientras la esperaba, creo que desde ya hacía un tiempo se había dado cuenta de mi pequeña obsesión con aquella extraña, pero hasta aquel momento no me había dicho nada. Estuvimos cinco minutos en silencio hasta que finalmente pasó y por primera vez desvió la mirada del camino, mi abuela le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, después de eso volvió a ponerse recta y mirar al frente. A mí ni de reojo me miró, como si yo no existiera.
—Tenía los ojitos llorosos —me comentó la abuela después de un rato.
—Nada que ver, abuela. Callate, no sabés nada vos —le grité y me fui a encerrar a mi habitación.
No sé por qué me enojé tanto, capaz que fue porque una parte de mí se sentía cercano a esa chica, sentía que al verla todos los jueves a las 14:30 era como un secreto que compartíamos.
Uno de esos tantos días pasó algo inusual, algo que me preocupó muchísimo, eran las 14:35 y ella no había pasado por la puerta de mi casa. Me puse nervioso, capaz que se le había hecho tarde, pero yo no podía esperarla mucho tiempo más porque a las tres entraba a fútbol y si llegaba tarde el profe me iba a poner a hacer flexiones y yo odiaba las flexiones. Para mi suerte, a las 14:40 ella pasó por la puerta, pasó corriendo, con su pelo atado y un buzo que le llegaba hasta las rodillas. ¿Quién usa buzo en pleno diciembre?
Las semanas pasaban rápido, pero yo la veía todos los jueves, ni siquiera el 24 de diciembre (que claramente cayó jueves) faltó su importante presencia en mi día. Ella tenía su rutina de caminar y yo tenía la rutina de observar, ya me había acostumbrado a eso.
Hubo un jueves que no la pude esperar en las escaleritas, a la profe de educación física se le ocurrió que era una buena idea el hacer una salida recreativa justo un jueves… ¡Justo el jueves! ¿Qué le costaba hacerla otro día? Todo duró hasta las dos de la tarde, mamá me fue a buscar en el auto y yo miraba todas las veredas con la esperanza de hallar a la chica de los jueves. Faltaban dos cuadras para llegar a casa y ya me había dado por vencido, sin embargo como una obra del destino, la vi. La vi entrar al centro médico del barrio, donde trabaja mamá y entendí que era ahí donde había estado yendo todo ese tiempo. Capaz está enferma, pensé, era la única opción fiable que pudiera justificar esa rutina sin faltas.
Una semana después de que descubriera a dónde iba, me pasó uno de los mejores momentos de mi vida. Estaba saliendo de casa para esperarla cinco minutos antes (como siempre) y la vi en la puerta, se sorprendió al verme, pero más me sorprendí yo al ver que ella me veía.
—No estuviste el jueves pasado —me dijo.
Me quedé perplejo, sin palabras. No podía creer que me estuviera hablando. Por primera vez escuchaba su voz y me sentía la persona más afortunada del todo el mundo.
—Perdón, estaba en la escuela —respondí.
Me daba miedo decir algo malo y hacer que ella se enojase conmigo, hacer que ese momento que tanto había soñado desapareciera para siempre.
—No sé si voy a seguir pasando los jueves.
Eso me descolocó. No, no, no. Ella era mi rutina favorita, no podía dejar de pasar, así como si nada.
—¿Por qué? —pregunté con el corazón hecho un puño.
—No te puedo contar.
Muchas cosas pasaron por mi mente, pero una se hizo notar más: su enfermedad, ella estaba enferma, ¿no? Por lo tanto, si ya no iba a pasar por ahí, es porque se había curado. Una sonrisa gigante adornó mi cara.
—¿Qué? ¿Ya te curaste? ¿Ya no estás enferma?
Sus gestos suaves y sublimes se vieron reemplazados por una expresión dura, de esas que hacían los sobrevivientes a la guerra cuando les preguntabas acerca de ésta, o esos que hacían los abuelos cuando les preguntabas cómo era la abuela en vida. Un gesto tan inexpresivo que a la vez demostraba tanto dolor y tanta lucha.
Inmediatamente supe que la cagué, pero no tuve tiempo para arreglarlo, porque ella se dio media vuelta y se fue corriendo, dejándome con las palabras atragantadas y la mente confundida. Esa fue la última vez que la vi.
Tenía la esperanza de disculparme con ella la siguiente semana, pero no apareció. Ni la otra, ni la otra. Capaz que cambió el rumbo para no verme nunca más, o capaz que sí se recuperó y ahora pasa los jueves en su casa tomando café y mirando la tele, no sé, lo único que sé es que ella no volvió.
El día que se cumplía el cuarto jueves después de que hayamos hablado, mi mamá recibió una llamada de emergencia en el centro de salud, al principio no entendí muy bien porque ella se fue corriendo, ni siquiera agarró una campera para abrigarse. Un par de horas después ya estaba de noche y el otoño pegaba con todo, así que agarré el abrigo de mamá y fui al hospital. Corrí hasta su consultorio y ahí la encontré llorando desconsoladamente, mi mamá siempre fue de esas mujeres alegres que les encantaba ver el lado positivo de todo, nunca la había visto llorar de esa manera. No le pregunté nada, solamente la abracé fuertemente y esperé que de esa manera entendiera que yo estaba ahí para acompañarla. Ese día algo cambió dentro de mamá, una parte de su brillo se apagó, por más de que intentaba hacerse la que estaba bien, yo notaba que algo estaba mal, especialmente cuando me di cuenta que estaba yendo una vez por semana con el terapeuta del centro de salud. Ella nunca quiso hablar sobre lo que pasó ese jueves.
Cuatro días después del suceso en el hospital, entré a la habitación de mamá para buscar las frazadas para el frío, cuando algo, o más bien alguien llamó mi atención. El diario del viernes se encontraba en la cama, en la portada había una foto, su foto, era ella, la chica de los jueves. Rápidamente tomé el papel entre mis manos dispuesto a leer la nota, pero mis ojos no pudieron creer lo que leían. Ahí decía que se llamaba Josefina Torres, que tenía dieciséis y que iba a una de las escuelas del barrio. Decía que tras sufrir bullying escolar y una serie de abusos por parte de su exnovio, la chica había desarrollado una depresión profunda, difícil de tratar en adolescentes. Decía que el terapeuta del centro de salud del barrio no había podido hacer bien su trabajo, de hecho, lo dejaron muy mal parado. Decía que su mamá la encontró inconsciente en su habitación, que se había tomado muchísimas pastillas muy fuertes y que nadie sabía de dónde las había sacado. También decía que el grupo de doctoras y enfermeras del centro habían hecho todo lo que estaba a sus manos para no perderla, aunque desde un principio todas sabían que Josefina ya estaba sin vida, había algunos nombres de las doctoras, entre ellos el de mi mamá.
La nota seguía con una charla estúpida acerca de cómo el bullying escolar puede afectar a los adolescentes, pero yo no quise seguir leyendo, dejé el papel en la cama hecho un bollo y, aturdido, fui hasta la cocina. Me choqué con la abuela y la abracé fuertemente, mi tristeza era tan profunda que me impedía llorar.
El nombre de Josefina no sería recordado, la gente usaría el caso de la “chiquita de barrio” para referirse a la tragedia, porque al fin y al cabo ella sería una más, una víctima más de la gran masa de suicidios que se realizaron en Tandil en el año 2001.
—Sí, abue, tenía los ojitos llorosos.
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