Participante destacado por el jurado categoría C – jóvenes de 16,17 y 18 años
“Lo que todos callamos”
de Aixa Noelia Miño alumna del Instituto María Auxiliadora de Avellaneda
Muchas veces pienso que he perdido la cabeza, y me pregunto... ¿acaso soy el único que quiere matar a su hermana?
Adelante, les permito llamarme loco, desquiciado, demente. Soy consciente de que mis pensamientos no son muy sanos para un chico de mi edad. De mis doce años respirando en este contaminado ambiente, seis de ellos se han visto sofocados, aún más, por otra presencia en mi casa, por alguien más pequeña y revoltosa de lo que yo fui en mi infancia.
No me malinterpreten, no me molesta compartir oxígeno con esa cosa, simplemente me asfixia tenerla todo el día pegada a mí como una sanguijuela. Desde que recuerdo siempre fue así, ella a mi lado, y yo queriendo ahorcarla por la invasión a mi espacio seguro y privado.
Aún recuerdo el día en que llegó a mi mundo. Mamá y papá no me habían dicho nada hasta el momento en que llegaron a la casa cargando un pequeño bulto rosado y pequeño en sus brazos. Fue un mal inicio. Cuando lo posicionaron en el sofá pensé que se trataba de un nuevo almohadón y me arrojé de lleno encima de él. Aún recuerdo el grito de espanto de mis padres. Tuvieron que explicarme que, a partir de ese momento, debería compartir mi espacio con ella, porque sí, se trataba de un ella, y que debería cuidarla como todo hermano mayor lo hace.
De ahí en más, pasaron unas semanas hasta que lograron convencerme de que no se trataba de un almohadón, y durante ese tiempo no nos dejaban solos en la misma habitación ni un segundo, supongo que les daba miedo que me volviese a tirar encima de ella o la arrojara contra la pared. En definitiva, no fue un buen comienzo.
Creí que con el pasar del tiempo me acostumbraría a su presencia, pero, por el
contrario, cada vez se volvía más invasiva e insoportable. Lloraba y comía mucho todo el tiempo, parecía ser lo único que sabía hacer. Pronto, me di cuenta que también sabía aromatizar el ambiente con la horrible fragancia de sus desechos alimenticios. Era molesta, debía compartirle mis juguetes, ayudarla a gatear y alcanzar objetos, peinar su feo cabello y taparla cuando hacía frío.
Había veces que simplemente quería estampar su cabeza contra la mesa, arrojarla a la calle, poner lavandina en su biberón o ahogarla en un balde de agua fría. Es ahí cuando pienso que estoy realmente mal, aunque luego, mis pensamientos se redirigen a otras cosas.
Aún recuerdo la primera vez que la escuché reír... creo que fue allí cuando me percaté que, por más que lo deseara, no podría matarla. Ese suave y dulce sonido me motivó a cambiar totalmente mi forma de verla, ya no era un nuevo almohadón en el que podía arrojarme encima, era mi hermana, mi hermanita, e iba a hacer hasta lo imposible por hacerla feliz.
Desde ese día, comencé a ayudarla con más emoción, lo único que quería era que aprendiera a caminar para poder ir a pasear los dos juntos a la plaza. Ya no me molestaba que su cuerpo fuera tan pequeño como para no alcanzar los objetos, ahora era yo quien, con entusiasmo, me estiraba para darle lo que ella quisiera.
Siempre que podía y veía su cara de desagrado al comer las papillas que le daba
mamá, cuando nadie lo notaba, le alcanzaba un poco de crema de mis muffins de chocolate, lo que me hace culpable de la mayoría de sus caries.
Cada vez que el otoño llegaba, le compartía con gusto mi manta y le construía un
fuerte de sábanas y acolchados con tal de que el frío no la alcanzara. Ya no deseaba taparle la boca con cinta adhesiva para dejar de escuchar sus absurdos balbuceos, sino que esperaba ansioso a poder escucharla decir sus primeras palabras...
Sé que algunos me llamarán loco por pensar de vez en cuando en matar a mi
hermana, no voy a mentir, aún hoy me sigue pasando, pero son pensamientos fugaces, efímeros, guiados por la emoción del momento, después de todo ¿quién en algún momento no quiso estrellar un plato de vidrio en la cabeza de alguno de sus hermanos? Sólo estoy confesando lo que todo aquel con hermanos, en algún momento de nuestras vidas, callamos.
Lo importante es que, al final del día, puedo sostener con orgullo el título de hermano mayor de ese tierno y pequeño almohadón que vive en mi casa, y asegurar que la amo con todo el amor que se le puede tener a una pequeñita de ya seis años.
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