Bastante sordo, solía responder con elocuencia a cosas distintas de las que le preguntaba y en lo mejor de la conversación dormitaba, haciéndole sentir a uno que estaba de más.
Se expresaba en buen castellano, pero no dejaba de intercalar algunas palabras en su lengua como para recordar al interlocutor con quién estaba hablando.
Debajo de un sombrero descolorido de pescador que había encontrado a orillas de un arroyo asomaba el pelo largo, blanco y lustroso. Entre la piel arrugada sin sombra de barba y dos cejas también blancas y abundantes, sus ojos vivaces no perdían detalle de quien se sentaba de tarde en tarde para compartir sus pocos vicios aún permitidos: el mate cimarrón, un cigarro armado con hojas y muy de vez en cuando un poco de aguardiente que yo le deslizaba en una limeta por debajo de la mesa de la pensión, cuando la matrona no nos veía.
Cachü -me decía entonces, con una voz que parecía resonar hacia adentro.
Era un gran elogio para mí, porque me estaba llamando amigo.
Rociaba el piso con un poco del líquido, sin cuidarse mucho de salvar las alpargatas.
-Püan -aprobaba yo, nombrando la invocación y haciendo alarde de comprender el idioma, que a fuerza de diálogos y libros me había incorporado algunas palabras.
-Püan, no cahuín.
Se reía, también para adentro, rejuvenecido. Me estaba diciendo que sólo tomaría un trago después de su ofrenda a la tierra. Lo imaginaba empinando otro a la noche, rescatando el frasco de entre las frazadas, si lograba sortear la atenta requisa de la matrona. No cahuín, no llegaría a la borrachera.
Más de una vez había insistido en su condición de Ulmen, un jefe o notable entre los suyos, ajeno a los excesos y contenido por las responsabilidades que implicaba el rango.
Y era muy digno de crédito: pasaban unos días hasta la próxima visita y no siempre me devolvía la limeta vacía, lo cual significaba que hacía un uso muy discreto del eluney, mi regalo cómplice.
Siempre dejó en claro su genealogía: su nombre completo era José Francisco Quiñigual, con la cobertura de cristiano y el apellido que lo emparentaba al cacique pampa que tratara con Rosas en época de malones, alianzas, traiciones y refriegas. Mentaba una tatarabuela india, una abuela blanca y una madre mestiza. Pero aseguraba que su línea paterna nunca dejó de ser auca o indio rebelde.
De origen tehuelche hablaba, como sus antepasados, el araucano o mapuche.
Transformaciones del tiempo, pensaba yo, y los dos nos quedábamos un largo rato en silencio, mientras alrededor nuestro se deslizaban los demás pensionistas y los ruidos de la cocina anunciaban la próxima cena, al filo de la noche.
Francisco frecuentaba hasta unos años atrás los galpones de la estación del Ferrocarril del Sud, con un burrito cargado de herramientas de labranza con las que se proveía el sustento.
Ahí lo conocí, ya entrado en años, compartiendo el fogón con peones y estibadores, muy dado a aferrarse a alguna referencia de un lugar o un nombre para empezar a tejer sus historias. No siempre era fácil seguirlo ni quedaba claro a qué época se refería, pero uno no podía menos que descubrir en ellas el sabor de lo auténtico: de un bañado volaban las diucas, aves cantoras, como si atravesaran las cumbreras del galpón, los cardos pampa que ocultaban al jinete parecían arañarnos y hasta nos cansaba trepar con él a una sierra, para dormir en un refugio improvisado después de asar una mulita con leña de curro. La historia se confundía con el relator porque Francisco, mientras tanto, cubría con ceniza unas papas en las brasas y luego dormitaba envuelto en su macuñ, el poncho que todavía conservaba en la pensión, mientras afuera barría los andenes cüruv, el viento.
Pensaba yo que las evocaciones se confundían para él con el presente y más que contarlos, vivía los hechos. Esa era su magia y, tal vez, una compensación que el tiempo le dejaba a cambio de sus transformaciones destructoras.
Recibía una mensualidad exigua, conseguida a lo argentino: la visita al pueblo de un político en campaña, con un discurso indigenista a la moda del momento. Y ahí estaba, con lo poco que para él no lo era tanto, viviendo hacia atrás en compañía de otros pensionistas que rara vez lo comprendían.
Una tarde le llevé una novedad que reavivó su mirada. Giró la cabeza para no perderse una palabra con su oído derecho, que aún le era bastante fiel.
-...Gente de lejos que vino a acampar en la laguna -le comenté, al descuido. Una pareja, un hijo y una hija y un sobrino.
Le transmití el hecho real, inmediato, tal como me lo habían referido unas horas antes. El matrimonio pasaba unos días de descanso en las laderas de la laguna La Brava. Los chicos, de entre diez y doce años, treparon a la sierra y regresaron con un objeto extraño. Era una chapita alargada, cubierta de tierra y moho, que al pulirla brillaba mucho.
-¿Liguen? -me preguntó.
-No, no con el brillo blanco de la plata. Es milla, Francisco, brillo dorado.
-¿Milla? De los ñoi... -de los tontos, quería decirme.
-Lo mismo pensé: un pedazo de mica, o alguna lata vieja.
Le conté cómo lo habían hallado: los chicos llegaron a una grieta, por las que se escurría un hilo de agua. Apenas quedaba un hueco y con esa valentía que da el desconocimiento, el más pequeño se había deslizado adentro. Bajó uno o dos metros por un declive y se topó con una piedra que parecía una cabeza tallada, en medio de un anfiteatro tan amplio como una habitación mediana. Como ésta -lo ilustré, señalando con un ademán el lugar en que hablábamos.
-¿Qué día es hoy, amigo? -fue la pregunta insólita de Francisco.
-Veintitrés de diciembre.
-¿Y cuándo ha sido lo que me cuenta?
-Anteayer.
-Ajá -fue su única conclusión.
Como me seguía escuchando muy atento, continué:
-Detrás de esa piedra o cabeza ya entraba muy poca luz, pero el chico dice que le pareció ver que la galería continuaba, hacia abajo. La hermana y el primo lo llamaban a gritos y ya la cosa no le gustó mucho, así que empezó a trepar hacia la salida. A un costado de la piedra con forma de busto encontró la chapa dorada. Los padres lo llevaron a un entendido, y ¿sabe qué?
-Es oro. Conozco el lugar. Es una mina abandonada hace tanto tiempo que ni usted ni yo, ni sus tatarabuelos ni los míos, habíamos nacido todavía.
La respuesta me sorprendió. Francisco había encendido un cigarro y yo conocía esa actitud de esconder la cabeza entre los hombros, como si rebuscara en sus recuerdos.
-Alguna gente cree que existe una mina y fue abandonada cuando llegaron los españoles. Y tiene su parte de razón. Pero la cosa viene de más lejos, de mucho más lejos. A usted se lo voy a contar ahora.
Hizo un largo silencio y tras una bocanada que sumergió en la niebla del tabaco la pensión y sus huéspedes, prosiguió:
-En ese lugar vivían los serranos, desde que Nguechen creó el mundo. Como nahuel -el jaguar o tigre americano- o huépil -el arco iris- se quedaron ahí. No era gente que iba y venía, como la otra. Eran unas cuantas rucas -casas- al pie de la sierra que baja hasta la laguna. Paredes de piedra, techos de totora. Cazaban el venado, boleaban avestruces y a nadie molestaban ni eran molestados, porque todos sabían que estaban destinados a proteger ese lugar. Sobre la sierra había un rehue -un lugar reservado al machi, o hechicero-, que sólo visitaba el día que decían vuta -el más largo del año-.
-¡El veintiuno de diciembre!
-Usted lo sabe. Ese día Kenguenquen -el sol- se demora para iluminar la entrada a la mina con un solo rayo y no a cualquier hora. El machi entraba solo a buscar las ofrendas. En primer lugar, un distintivo para el jefe, como signo de respeto. Para su mujer una tobillera y algunos amuletos para los enfermos, si los había. Traía a veces adornos para las muchachas en edad de hacer pareja y después, ni mu -nada para sí mismo-. Muchos días estaba trabajando en secreto, como él conocía, y al volver era recibido con grandes muestras de alegría.
Así anduvieron las cosas hasta que una vez vieron grandes humos del lado del oeste. Algo grave estaba pasando y tiempo después supieron de qué se trataba: los de norte habían invadido y empujaban a la gente del avpun mapu -la frontera, en los Andes-.
Venían a buscar tributo y eso era que querían oro para sus dioses, que decían eran sus lágrimas y les pertenecía. Hubo guerra y la gente de la laguna se fue a la sierra, a ocultarse por mucho tiempo para salvar la vida. El machi subió una noche a la piedra más alta y estuvo ahí hasta el amanecer, danzando y cantando en una lengua anterior a la de la tribu, que nadie comprendía. La laguna empezó a secarse, hasta que sólo quedó un lolco -un hoyo- de barro.
¡Mire cómo estaría todo de reseco! Las polvaderas eran tremendas, nada se veía para ningún lado. Los animales bajaban a tomar agua y se encimaban unos con otros, pilas de muertos se formaban. Muy mal lo pasó la gente, porque empezaban a enfermarse de sed, se les resecaban la piel y los ojos: de las piedras tampoco brotaba una gota.
Los invasores anduvieron muchos días buscándolos, hasta que encontraron al machi y lo colgaron de los brazos, atado a un palo. Lo castigaban para que confesara dónde estaba la mina, pero él se mantuvo firme. La piel le arrancaban, con piedras pesadas en los pies lo hacían sufrir, pero respondía siempre en esa lengua que nadie entendía. Una noche, cuando lo habían dejado muy lastimado, oyeron un grito que llegó hasta la sierra. Al otro día se había desatado y lo vieron pegado a la luna, dado vuelta como todavía anda. Su pillañ -la parte del alma que emigra al morir- no pudo alcanzar una estrella como todos los que mueren y se había quedado ahí, caído, para iluminar y guiar a su gente.
Los invasores debieron retirarse. Quemaron los cardales resecos y del humo que había en el cielo, con la ayuda de la luna, se formó tormenta y empezó a llover. Días y noches cayó el agua, hasta que la laguna volvió a crecer.
Bajaron, armaron las rucas donde habían estado y la vida siguió como antes.
Mucho después, cuando vinieron los españoles, la cosa se repitió y ya le contaré cómo fue eso. Pero el machi no vivía entre ellos para entregar el secreto y protegió a la tribu desde hueno -lo alto, el firmamento-. Una noche les aconsejó que se marcharan al tehuel -al sur-, porque él los seguiría cuidando. Así lo hicieron y desde entonces...
Envuelto en su poncho, se había dormido.
Lo dejé y fui a rebuscar en la historia de un loberense una referencia que me dejó pensando:
En el límite entre los partidos de Lobería y Balcarce se explotó en una época oro. La noticia se hizo pública hace medio siglo y la extracción del metal precioso se venía realizando desde cuarenta y tres años antes. Se obtenían sesenta y cinco gramos de oro por cada tonelada de material en bruto, con un cuarenta por ciento de otros metales.
Los yacimientos auríferos estaban ubicados en el campo "La Suiza", de Juan Beristain, en la línea divisoria de ambos partidos.
Para la explotación se hicieron varios pozos cuya profundidad varió de tres a catorce metros. Se había comprado en Brasil una máquina muy costosa, especial para trabajos de esa índole.
Como prueba de la existencia y calidad del mineral, se enviaron al gobierno dos botones y dos chapas confeccionados con el oro extraído de la mina, que fue visitada por técnicos y personajes de la época.
El dueño del campo, al tener conocimiento del hecho, promovió una cuestión a los que la trabajaban, considerándolos intrusos, y los mineros fueron desalojados por un piquete de guardiacárceles.
El pozo más profundo fue cegado luego por quince mil borregos que murieron durante un temporal.
La noticia se refiere a un lugar distinto al del hallazgo de los chicos; sólo demuestra que existe oro en estas sierras.
Supe que los visitantes volvieron muchas veces a la laguna y no pudieron hallar la entrada de la mina, accesible a una hora fija, en el solsticio de verano.
Francisco no quiso hablar mucho más del tema, pero me dio a entender que nunca encontrarían la grieta, por más que la codicia los entusiasmara a perderse años en el intento.
-¿Por qué? -le pregunté una vez.
-Porque el machi sigue ahí, cuidando. No es oro para lo que ellos quieren.
Desde entonces, cuando dormitaba, sonreía desde un sueño que sólo a él estaba reservado.
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