domingo, 30 de junio de 2013

La librería - Ezequiel Feito

Había pasado muchas veces, sin decidirme a entrar, frente a aquella librería que estaba en la esquina de Salta y San Juan, en el barrio de Constitución, hasta que una vez miré por la vidriera, tomé coraje y entré a preguntar por cierto libro que estaba buscando desde hacía mucho tiempo. “Quizás lo tengan aquí -pensé-. Es una oportunidad más; ¿por qué debería tener vergüenza?”.
Me pareció una eternidad bajar la escalera que conducía al subsuelo. Seguramente, en esa tarde de abril estaría más a gusto en una plaza viendo pasar la gente, que en ese museo de papel y letra muerta. La puerta estaba abierta y al parecer no había nadie cerca de ella. Fue así que, más animado por esa circunstancia, bajé hasta quedar frente a una antigua estantería de roble tallado donde había una gran cantidad de ejemplares ordenados cuidadosamente.
Estaba entre mirando y tocando, cuando de repente un anciano señor de casquete rojo se acercó y me dijo con una sonrisa:
¿En que puedo ayudarlo?
Bueno, si…estaba buscando un libro.
Un libro, por supuesto, ¿cuál?
Uno de Lewis Carroll, “A través del espejo y lo que Alicia encontró del otro lado”
Creo que lo tengo. Acompáñeme.
Y dando vuelta por un pasillo, tomó con discreta precisión uno de los tantos que había en esa estantería. Miró su tapa y poniéndolo en mi mano dijo: “Es éste”. El libro estaba en muy buen estado. Lo hojeé como  para verificar si le faltaban páginas, especialmente al principio y al final, pero cuando miré la primer hoja, vi una firma que en tinta negro azabache decía: “Charles Lutwidge Dodgson, Navidad de 1871”.
Se me deben haber subido todos los colores a la cara por la emoción, pues conocía aquella firma. Se lo devolví. El hombre lo notó, sonrió y me dijo:
Sí, es auténtica. Es la firma de Carroll. ¿Le parece extraño? ¿Por qué? En realidad lo importante no es la firma, sino el libro, ¿no cree?
No esperaba que en una casa de libros usados donde comúnmente se trata de sacar 20 veces más ganancia de los lotes que compran, el mismo dueño me dijera eso con sinceridad, y aún añadiera:
Tampoco le costará más por eso. Son 10 pesos con o sin firma. ¿Lo quiere?
Y me entregó el libro. Yo no podía salir de mi asombro. Ese hombre, que parecía captar muy bien las emociones de sus clientes, dijo como para sí mismo mientras recibía el dinero:
Bien, gracias. En cuanto a  lo de la firma no es el único. Tengo muchos más, firmados por gente ilustre, pero en realidad a eso no le doy tanta importancia. Para mí no vale la pena. Lo importante son los lectores. La firma sólo es una firma.
Y sin extenderme un recibo, me dio las gracias por la plata.
Camino a casa, lo abrí por lo menos cinco veces para ver si la firma estaba ahí. “¡Tengo un ejemplar único!” -pensé. Todo el viaje lo pasé aferrado a mi libro como si fuera un tesoro.
Al día siguiente lo comencé a leer. No sé por qué me pareció mucho mejor de los que había leído anteriormente. “Quizás sea la traducción lo que hace tan estupendo este relato” -me dije- Pero sin duda, el libro de Carroll me había impresionado muy profundamente como no lo había hecho otras veces.
Lo releí dos veces más y mi entusiasmo siguió aumentando, de tal modo que podía comprender todo como si estuviera viéndolo.

Esa misma noche tuve un sueño; el más extraño de mi vida. Tal fue éste que aún me dura la impresión de haberlo vivido más que soñado. Estaba frente a un enorme espejo al que traspuse sin dificultad. Del otro lado, había un brillante y conmovedor caos. No sé por qué, el aire tibio e infantil de aquel lugar me hizo recordar mi infancia. Iba caminando por un sendero cuyas flores se divertían devorando parte de mis piernas con pequeños y discretos bocados. Al rato, estaba huyendo de un gracioso monstruo en forma de cuervo negro, tan parecido al cuco de mi niñez, que entre carcajadas decía:

¡¿Y haslo muerto?! ¿Al Jabberwock?!
¡Ven a mis brazos, mancebo sonrisor!
¡Qué fragante día! Callooh! Callay!
Cacareó, anegado de alegría.

De repente, pequeñas figuras de ajedrez cortaron sutilmente mi cuerpo en diminutos cuadros. Hicieron varias pilas que armaban en varios lugares como si fueran rompecabezas. Así es que tuve la figura de Zanco Panco, la de Tararí (o Tarará), la Morsa, el Caballero Blanco, la Reina Blanca y muchas más, hasta que por fin, parecí reunirlas a todas y recobrar mi figura. Lo último que recuerdo de ese sueño es que el Rey Rojo acababa de despertarse frente a mí.
Me levanté de la cama de una manera larga y penosa. Sobre la mesita de luz estaba abierto el libro de Carroll exactamente en la última página.
Unos días después pensé en buscar una mejor versión de “La Caída de la Casa Usher” de Poe. Guardaba algunas en mi biblioteca, pero ninguna terminaba de convencerme.
Secretamente tenía la esperanza de que quizás aquel viejo tuviese una edición firmada por el propio Poe, por lo que a la semana siguiente fui a su covacha.
Amable como siempre, no dejó de observar mi verdadero interés:
Si, “La Caída de la Casa Usher”. Está en un volumen especial. -me contestó sonriendo- Creo que lo tengo por aquí. Ah, sí, acá está: Es una edición especial del Burton's Gentleman Magazine.
Y del estante más bajo sacó un librito muy bien conservado. Me lo tendió. Enorme fue mi sorpresa cuando vi que también estaba firmado: “Edgar Allan Poe, 1839” decía la inconfundible letra del autor.
Si, lo sé. También está firmado -me dijo. La firma es original, se lo aseguro. De todas formas vale lo mismo que el anterior.
¿Cómo los consigue? -le pregunté con cierta inquietud -.
Y por toda respuesta, el viejo rió de buena gana, pero su risa era muy parecida a una convulsión. Recibió mi dinero y me entregó el libro mientras me acompañaba a la puerta.
Casi sin poder creerlo regresé a casa. Leí varias veces el cuento durante la semana, poniéndolo sobre la mesa de luz.
Una noche volví a dormir tan profundamente como la otra vez, pero ahora el sueño comenzaba a ir en aumento tanto en extensión como en intensidad. Soñé que una luz crepuscular comenzaba a ampliarse desde donde parecía estar yo, hasta que de repente apareció la tenue figura de una casa hecha con partes vivas de cientos o miles de cuerpos humanos en forma de extraños ladrillos. Un estanque enorme, de corrompida sangre, iba siendo llenado desde lo que parecía la torre de la casa de aquella terrible visión. Luego, y sin saber cómo, me hallé trasponiendo la puerta que daba a una sala vacía de toda inteligencia, de todo sentimiento y de toda humanidad, pero repleta de instrumentos de música, libros, pinturas y estatuas dispuestas en forma caótica.
Las ventanas estaban cerradas y sin embargo podía percibir un aire de profunda melancolía.
Comencé a sentir que también yo era parte de esa casa. Entonces apareció ante mí un Roderick Usher, cuyas facciones eran más las de un lobo que las de un ser humano. Junto a él pude reconocer la amortajada figura de Lady Madeline, pero al acércaseme, me di cuenta de que su rostro era el mío. Aterrorizado, giré hacia un espejo, y ante mí apareció el verdadero rostro de Lady Madeline, disolviéndose lentamente en un hilo de sangre que corría desde mis pies hasta el oscuro y corrompido estanque.
Di un grito y salté de la cama. Encendí la luz, y para mi sorpresa, tenía a mi lado abierto el cuento de Poe en la página que describía una escena similar a la que estaba soñando.
“Toda una casualidad” -me dije- Pero no pude seguir durmiendo. Cerré el libro. Detrás de mis ojos aún podía ver el sueño con todo detalle.
Esa vez, y sin saber por qué, miré la firma. Si, era la misma, pero el año… ¡El año tenía la inconfundible cifra de 2007! ¡El mismo día, mes y año que lo había comprado!
Abrí el de Carroll, y éste también tenía como fecha el mismo día en que lo compré.
Me levanté casi corriendo y fui al inquietante sótano de aquel hombre. Nuevamente me recibió con una amplia sonrisa, mirándome como si supiera a qué había venido.
Le mostré las firmas y las fechas de los libros.
Son auténticas -me dijo-
¡No! ¡No puede decirme eso! ¡Cuando los llevé tenían las fechas de 1871 y 1839, y ahora tienen las de 2007!
Tiene usted razón -contestó sin siquiera inmutarse- Por favor, venga.
Y tomándome del brazo me llevó a una de las estanterías, sacó al azar varios libros de ellas y me los mostró: Todos estaban firmados y fechados por sus autores.
El alma... el libro. -me dijo mientras ponía en mis manos uno de Stevenson. Cuando uno ve todos estos libros, debe saber que también tienen impregnada el alma de su autor, la vida del que lo escribió. Usted ha tomado sólo dos. Otros han tomado diez, veinte, o más. Quizás ellos podrían contarle muchas cosas que a usted le podrían interesar,  pero ya no están aquí.
¿Cómo que ya no están aquí?
Usted, amigo, a través de ellos, ha empezado a soñar. Eso quiere decir que muy pronto dejará de ser un soñador para ser soñado por el libro.
No lo entiendo.
Ni falta que le hace. Son como vampiros. Se alimentan de aquel que los lee. Dentro de poco usted también desaparecerá. Es más, ya ha comenzado a desaparecer y terminará en esta biblioteca, dentro de esos dos libros que tanto ha querido.
Tiré los libros al suelo y salí corriendo a la calle.
- Es inútil -dije mientras corría,ese viejo tiene razón. Tarde o temprano desapareceré.

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