Tuvo un reino una vez tantos beodos,
que se puede decir que lo eran todos,
en el cual, por ley justa se previno:
-Ninguno cate el vino-
Con júbilo, el más loco
aplaudióse la ley, por costar poco;
acatarla, después, ya es otro paso;
Pero, en fin, es el caso
que la dieron un sesgo muy distinto
creyendo que vedaba sólo el tinto,
y del modo más franco,
se achisparon después con vino blanco.
Extrañando que el pueblo no la entienda,
el Senado a la ley pone una enmienda,
y a aquello de: Ninguno cate el vino,
añadió: blanco, al parecer con tino.
Respetando la enmienda el populacho
volvió con vino tinto a estar borracho,
creyendo por instinto, ¡mas qué instinto!
que el privado, en tal caso, no era el tinto.
Corrido ya el Senado
en la segunda enmienda, de contado
-Ninguno cate el vino,
sea blanco, sea tinto les previno;
y el pueblo, por salir del nuevo atranco,
con vino tinto, entonces mezcló el blanco;
hallando otra evasión de esta manera,
pues ni blanco ni tinto entonces era.
Tercera vez burlado,
-“No es eso, no señor”- dijo el Senado;
“O el pueblo es muy zoquete o muy ladino:
se prohíbe mezclar vino con vino”
Mas ¡cuánto un pueblo rebelado fragua!
¿Creeréis que luego lo mezcló con agua?
Dejando entonces el Senado el puesto,
de este modo al cesar dio un manifiesto:
La ley es red, en la que siempre se halla
descompuesta una malla,
por donde el ruin que en su razón no fía
se evade suspicaz… ¡Qué bien decía!
Y en lo demás colijo
que debiera decir, si no lo dijo:
Jamás la ley enfrena
al que a su infamia su malicia iguala;
Si se ha de obedecer, la mala es buena;
Mas si se ha de eludir, la buena es mala.
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