Desde pequeños, los argentinos siempre hemos sido renuentes a trabajar en forma grupal. En el colegio se aceptaba esta idea sólo cuando era un posibilitador de salidas positivas a situaciones complejas, tales como compartir la responsabilidad en una nota de una materia por demás compleja, o ajena a nuestros intereses. En cuanto ese temor desaparecía de nuestra vista y el éxito podía coronar un esfuerzo individual sobre el colectivo, siempre manifestábamos una marcada renuencia hacia este tipo de trabajo. Se puede decir que, conjunto, grupo y colaboración, son palabras que nos duelen a los argentinos, porque inevitablemente chocan contra nuestro patente individualismo. En otras culturas, resulta motivadora la posibilidad de actuar activamente con sus pares, crear e innovar grupalmente, sin que los laureles individuales traten de llevarse todo el crédito.
El Individualismo en Argentina, nos ha llevado a tener una visión muy particular de nuestra identidad democrática. Nunca hemos podido comprender que la democracia se forma gracias a la voluntad de todos los ciudadanos, que este concepto clave de los románticos hacedores de la Revolución Francesa de 1789, aún hoy, en 2007 y a casi 200 años de nuestro primer salto patriótico, no ha sentado sus bases en Argentina. Los países más sólidos democráticamente hablando, han formado sus bases en relación al consenso, a la implicancia del paso del tiempo y su doble efecto, por un lado, marchitador, y por otro, renovador de las ideas. Esta construcción de la democracia es un proceso dialéctico que posibilita incluir las nuevas tendencias socioculturales que se generan diariamente, y que en una sociedad con una mentalidad abierta, no provocaría problema alguno.
Para llegar a este ideal democrático, es necesario tirar por la borda todas las ideas acerca de salvadores mesiánicos, de personajes que se posan por encima del pueblo y pregonan el rol de hacedores de su bienestar. Argentina, adoleció, y adolece de este mal. Deseamos ver reflejados todos nuestros logros como el acto sublime de un personaje en particular, un caudillo, un líder, un ser a quien se sigue sin meditar por un solo momento la veracidad o no de sus propuestas. Nada más equivocado que esta postura. Todo surge y debe surgir de la voluntad del conjunto del pueblo. Los grandes personajes son en general creaciones históricas posteriores a los hechos, tendientes a generar una conciencia patriótica positiva, ante la inexistencia de una identidad sólida 1.
Quizá la desconfianza hacia nosotros mismos nos ha llevado siempre a cometer este error. Pero peor aún, han sido los enfrentamientos entre los diferentes caudillos políticos, y entre el reflejo de sus ideas que perduraban en el tiempo, cuando solo eran algo ya inexistentes e improductivas para la sociedad.
Todo lo expresado aquí, lleva inevitablemente a interiorizar en la individualidad característica del alma argentina, ese mal que nos ha imposibilitado siempre triunfar como pueblo. Por esto, es necesario citar a Ernesto Sábato, él, en sus profundas lecturas de Fiódor Dostoievsky, caló en la concepción que este genio de la literatura poseía del alma rusa; un alma, según él, impregnada de un extremo y desconcertador individualismo. Dostoievsky, argüía que los rusos eran brillantes en relación a sus capacidades individuales, pero, lamentablemente, eran incapaces de hacer algo bueno o meritorio en conjunto. Asimismo, había algo que empeoraba aún más las cosas: todo ese talento individual se echaba por la borda a causa del abandono de los rusos hacia los vicios mundanos más nocivos para el alma. Este defecto, según el autor, era poco probable en las naciones del oeste europeo, y era en gran medida, responsable del subdesarrollo sociocultural y económico de la recia tierra de los zares. Ante esto, Sábato sentía que cuando Dostoievsky hablaba de los rusos, automáticamente surgía en su mente la imagen de los argentinos, es decir, que esa trágica descripción se adecuaba de maravillas a su percepción acerca de la idiosincracia rioplatense. Quizá sea más entendible esto, si se hace una revisión de nuestra historia, y encontramos que la misma está plagada de eternas promesas, de aislados aciertos individuales y de una gran inmadurez colectiva a la hora de atender a los procesos políticos más trascendentales.
Lo hasta aquí reflejado, es una mirada histórica de un pasado conflictivo para nuestro país, por lo cuál debemos preguntarnos por el presente, momento fundamental para comenzar a planear un futuro diferente. Hoy, en 2007, seguimos repitiendo los mismos errores de antaño, confiando nuestros destinos a la voluntad salvadora de los personajes. Es hora de que Argentina comience a crear a través del consenso de todos, nuevas variantes para nuestro sistema democrático. Variantes que superen a los elementos caducos del pasado y que sean el germen inicial para las futuras ideas superadoras del presente. Solo así la democracia se podrá solidificar y, con el transcurrir del tiempo, aunque quizás se tarde demasiado, ésta irá adquiriendo credibilidad en todos los argentinos.
1 La mitología heroica argentina fue producto exclusivo de la envidiable pluma de Bartolomé Mitre, quién diseñó un olimpo majestuoso en el que habitaban todos los personajes centrales Argentina desde la Revolución de Mayo hasta la caída de Rosas. Mitre creó un modelo de prócer justo y patriota identificado en San Martín y Manuel Belgrano, enfrentado siempre con la del terrible y diabólica figura del caudillo J. M. de Rosas. Hoy en día, aquellas descripciones parciales y simplistas, no poseen el mismo efecto que poseían hace ya más de cien años atrás; pero fueron un elemento clave a la hora de generar una conciencia e identidad ciudadana, cuando Argentina era un país aún muy joven, y se enfrentaba a la llegada de miles de inmigrantes. Los hijos de estos, serían ciudadanos argentinos, y la historia heroica, dado que desde lo cultural Argentina no era una unidad, se transformaba en una herramienta perfecta para educar a patrióticamente a los nuevos ciudadanos.
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