el uno gavilán, el otro cuervo,
conversaban de noche en las esquinas
acechando el paso de las minas.
Decían las viejas que eran del choreo
del vicio de la carne en los burdeles,
del vino y de la blanca, si se daba,
y del puñal en tiempos de entrevero.
Yo los miraba hacer y me gustaba,
en mis catorce años pajareros,
imitar su lenguaje de furqueros,
y pensar en ser canfle o canfinflero.
Imitaba sus gestos, sus modales,
sus formas de mirar e imaginaba,
que de esa manera yo alcanzaba
a ser un macho que asienta sus cabales.
¡Qué de mujeres no habré yo soñado!,
de esas que los taitas describían,
pensando que al tocarlas derretían
entre mis manos, su impudor cansado.
Porque de mujeres sí que conocían,
y de eso se daban tanto dique
que cualquiera se sentía un alfeñique
por no espumar la olla en que cocían.
Los imaginaba firme en los zaguanes
aguerridos en yuyos tempraneros
donjuanes en las camas, con esmero
para cumplir con todos los afanes.
Y siendo que de lejos los veía,
un día me acerqué más de la cuenta
y oí, para colmo de mi afrenta,
lo que el cuervo al otro le decía:
“Andá, Dionisio, enfilá para la pieza
y planchame el vestido de mi tía
que esta noche en el baile del Pototo
me tiro al Chucho o al José María”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario