Por suerte, la noticia fue olvidada bajo la avalancha de novedades apocalípticas que siguieron.
En la barriada de Villa Freud -meridiano de las inquietudes culturales porteñas- vecinos hubo que mesáronse los cabellos y pusieron el grito en el cielo de ascensores y pasillos. Después de algunas sesiones suplementarias de terapia y de culpar debidamente a la TV, todo siguió igual, con la calma que sucede a las catástrofes. Sería oportuno preguntarse si alguna vez existieron niños lectores, y si al adulto le importa que contraigan tan impertinente vicio, a contramano del mundo en que vivimos.
El problema poco tiene que ver con los chicos. El problema consiste en que nuestra sociedad aborrece la cultura, y lo disimula aparentando reverencia por los intelectuales y la Feria del Libro.
El modesto gueto de los lectores sobrevive penosamente a las diversas agresiones que procuran su aniquilamiento. La agresión de las clases mandantes, que mantienen a oscuras a sus subordinados porque todo lector es un disidente en potencia. La de grupos que, de manera ancestral, desconfían del libro (o Código) y de la persona "léida" como causante de sus desdichas. El lema "Alpargatas sí, libros no" sigue vigente, sustituibles las honradas alpargatas por Addidas y botas. La frase sintetiza nuestra imbatible irracionalidad: siempre la opción, jamás la suma.
Además de estas enemistades, hay que enfrentar la peor: la artillería industrial que procura reemplazar el libro por cualquier bazofia impresa de venta fácil y compulsiva.
Los niños lectores fueron siempre un minúsculo reducto de "raros". No abundaban en la era pretelevisiva, casi diría que escaseaban más que hoy, cuando los estímulos abundan gracias a un natural progreso económico y social, y pese a él.
El niño lector, lamento decirlo, no puede surgir sino de una casa donde haya libros y se usen. No importa qué libros: recetarios, novelones, tratados, enciclopedias. Pero libros. Y que los mayores los devoren, manoseen, presten y comenten.
En otras épocas y latitudes, en toda casa había por lo menos uno: la Biblia, y solía leerse en familia. Con él bastaba y sobraba. Habrá quien diga que no es lectura para menores. En ese caso, que cambie a Sansón por el Increíble Hulk, y todos felices.
Si a nuestra sociedad le preocupara en serio el hábito de la lectura en los chicos, procuraría no seguir fomentando la existencia de madres ignorantes. A la mujer se la disuade firmemente, por todos
los medios, de cultivarse en profundidad. Pocos serán los hijos acostumbrados a ver -e imitar- a su santa madre dedicada a la lectura, a respetar lo que significan concentración, paciencia y soledad.
Los vecinos de Villa Freud, fervorosos del prestigio cultural, epidérmicamente aspiran a que el nene resulte un elegido de las musas. Pero suelen descuidar el largo trecho que debe recorrer hasta
devenir intelectual laureado, digno de almorzar con Mirtha Legrand. La discriminación sexual todo lo degenera. Un varón que prefiera leer a patear una pelota puede resultar sospechoso de afeminamiento y hasta se teme por su salud. A una nena entusiasmada con una novela se le sugerirá que "no se quede tanto tiempo sentada sin hacer nada (sic), que ayude en las tareas domésticas, etcétera".
Por otra parte, los adultos justifican la falta de tiempo de sus niños, agobiados por una intensísima vida social: unos cinco cumpleaños semanales con disc-jockeys y luces sicodélicas, salidas a comprar la ropa de moda esa quincena, cines, teatros y compromisos diversos en quintas, campos de deportes, confiterías y otras intoxicaciones.
Esta vida social no parece destinada al intercambio de afectos sino a la afirmación del status de los padres. Aturdimiento y frivolidad no son invenciones infantiles sino males adquiridos por contagio o herencia. Los niños, como dice Bachelard, necesitan "aburrirse" en su sentido creativo, pero casi nunca lo consiguen, ocupados como están en representar sus papeles para que sus padres no hagan papelones.
En la otra punta del ovillo figura la deserción escolar de menores obligados a trabajar, pero desconocemos la estadística, por lo tanto no existen y seguimos en Villa Freud.
Los adultos dicen también que no tienen tiempo para leer. Eso sí, lo dicen con tono culposo y hacen bien porque el doble mensaje es claro y canallesco: los que tenemos tiempo para leer somos vagos, ociosos y mal entretenidos, como Juan Moreira.
Sin embargo, poca gente hay tan cruelmente ocupada como los lectores. En su mayoría sufren de pluriempleo y maratón laboral, porque justamente ese hábito, entre otros, les ha impedido labrarse un presente justipreciable en dólares y generador de perpetua vacación.
Inútil sería agregar que las llamadas clases ociosas o del jet-set dudosamente abrieron un libro en sus vidas, salvo quizás el de sus propias memorias escritas por alguien de la servidumbre.
Nuestra sociedad aborrece el libro, sí. No es la TV su enemiga natural, como si se tratara de un aparato autocomandado. La sociedad expresa su aborrecimiento a través de medios como la TV, que es algo muy distinto. El libro y los medios de difusión no tendrían por qué ser antagónicos sino complementarios. Pero la ausencia de política cultural, que fomenta la disyuntiva, está llena de significado y no de distracción o ineficiencia.
Las raras veces que en TV se representa a un personaje lector, se lo ridiculiza y convierte en el "traga", el idiota de la familia. Los anteojos suelen usarse como símbolo de torpeza. ¡Hasta Leonardo da Vinci fue telebiografiado en permanente actitud de papar moscas, sin abrir jamás un libro!
Algunas madres sinceramente preocupadas porque sus hijos no leen, transfieren el problema hacia la elección de lecturas. Las más avispadas consultan a asesores de determinadas editoriales... que por cierto les recomiendan los libros editados por el patroncito.
Aunque los consejos fastidian, y en este caso especialmente a la consejera, les diría que empezaran por leer ellas, las madres, si aún no lo hacen. O que recuperaran tan grato vicio si lo perdieron, y que los platos los lave Magoya.
En segundo lugar, que los chicos deben leer de todo, siempre que lo entiendan y les guste, porque la lectura es placer y no obligación.
Personas archilectoras y supercultas están de acuerdo en que uno se pasa la vida aprendiendo a elegir, y que el llamado gusto o acierto de la madurez puede emanar de una afición infantil por libros de dudoso mérito. Pero libros.
Si la madre no lee puede al menos evitar que sus hijos se contaminen hasta el hueso de la espesa bibliofobia reinante.
Por ejemplo, el mes de marzo trae un vendaval de quejas a Villa Freud. Regresan todos de distintos lugares del planeta, cargados con los más insensatos productos. Y de pronto ¡hay que comprar los libros para la escuela, que están, naturalmente, carísimos (mucho más que los marfiles en Sudáfrica o la porcelana en Miami) y esa loca de la maestra que se los exige a los chicos!
El nene, de paso cañazo, aprende a detestar a los dos máximos afrentes de tortura, según sus mayores: la maestra -que generalmen-te es loca- y el librea -que siempre es carísimo--. Y así el nene se va integrando sin desajustes en una comunidad que sólo venera la guerra, el deporte, la propiedad y la velocidad.
A todo esto, en las antípodas de Villa Freud, el changuito seguirá preguntándose: "¿Qué cosa sabrá ser un libro?" Si alguien le contara en qué consiste una biblioteca infantil (en Dinamarca, por ejemplo) escucharía fascinado la fábula marciana. Fábula agonizante, por otra parte, porque ya estamos en el reino de los gabinetes de lectura con computadoras, pantallas, microfilmes, etcétera.
El niño lector es un bicho raro, y a la familia nadie le enseña a cultivarlo sin aprensión. El pequeño corre el riesgo de ser alguien "feliz en palabras, por lo tanto desdichado en hechos" (Bachelard).
Primero Proust y luego Victoria Ocampo celebraron los recuerdos unidos a lugares de lectura: patios, jardines, espacios que, si hoy escasean, podrían ser reemplazados por ese segundo hogar de las bibliotecas ¡ay! ausentes como la paz del alma e indeseadas como la música clásica.
La lectura no da plata, no da prestigio, no es canjeable, no sirve para nada. Es una manera de vivir, y los que de esa manera vivimos querríamos inculcarla en el niño y contagiarla al prójimo, como buenos viciosos.
Nada quisimos ganar con la lectura, sino seguir leyendo. Sólo aspiramos a no morir antes de llegar al final de Los Miserables. Por ese hábito perdimos trenes, empleos, novios, concursos, status, ascensos y días de sol.
Nos hicimos niños en La Cabaña del Tío Toro y adolescentes con un implacable padre llamado Martínez Estrada, que nos enseñó que Dios no es argentino.
Preferimos el oprobio antes que abandonar a mitad de camino a la heredera de Washington Square o traicionar a Iván Karamazov. Nos hicimos mujeres con Simone de Beauvoir, y hombres enganchándonos en los barcos de Conrad.
Ahora, cuando intercambiamos en el gueto páginas y comentarios, con la secreta ansiedad de los conspiradores, somos felices, pero melancólicamente pocos. Querríamos que los niños nos acompañaran, emularan y compartieran esa dicha, esa fatalidad, ese desinterés. ¡Pobres grandotes zonzos y pobres niños de cabecitas reducidas!
Clarín, 5 de junio de 1980
Fantástico
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