jueves, 27 de junio de 2013

Los virtuosos y los que destruyen - Por Gerardo Alfredo Barbieri

En algún momento de nuestras vidas, quienes tuvimos la dicha de  saborear parte del  valor de los sesenta pudimos también encontrar -al menos en teoría- una clara diferencia entre el bien y el mal. Más aun, sabíamos por qué era importante hacer el bien o al menos esgrimirlo como el fin último de nuestros afanes.
Los sesenta eran buenos tiempos en cuanto desde diferentes sectores y con una amplísima participación de la juventud se planteaba el no a la guerra, el repudio a la explotación del hombre por el hombre, la emancipación de la mujer, la condena absoluta al apartheid, el regreso a la vida natural, el enaltecimiento del amor, la revalorización de las culturas postergadas...
Pero, por sobre todo, porque buscar el bien era bueno en sí mismo. Tan solo por ejercer el legítimo derecho, inherente a todo ser humano, de disfrutarlo. Porque ese era el premio luego de  una existencia digna. La anhelada cumbre alcanzada merced al sacrificio.
El bien tenía que ver con la libertad: de vestirse, de moverse, de vivir. Era en muchos casos el fruto de una lucha colectiva, la cual muchos emprendieron desde el más rotundo  pacifismo. Y si bien hubo otros que lo hicieron desde la violencia,  en términos generales se puede afirmar que en su discurso esos valores ocupaban el lugar central. Eran el sentido sublime impreso a la vida. Así, se discrepaba sobre cómo conseguir aquello y cómo mantenerlo, pero no se abrigaban muchas dudas sobre la meta.
Se sabía que  para buscar el bien debían desplegarse aptitudes, saberes y  trabajo. Había que construir el camino a esa Meca y solo los virtuosos podían hacerlo.
Sí, el esfuerzo enaltecía a las personas. Iba de la mano junto a las buenas obras. Estaban de moda.
En nuestras familias se valorizaba a quien trabajaba y estudiaba. En el barrio se respetaba al buen vecino, al hombre de palabra... Los buenos triunfaban siempre en aquellas series de TV en blanco y negro, importadas a las pantallas de nuestros hogares desde los suntuosos estudios norteños, líderes en  industria cultural.
Es más, en la escuela se destacaba al mejor compañero. Se premiaba al más estudioso. Y aunque se pueda discrepar con la ideología esgrimida por el Estado en ciertos momentos de nuestra historia desde la institución escolar, o con la autoridad del docente a cargo de la clase, es interesante recordar la noción de respeto que había hacia al ser humano entre esos muros públicos durante aquella década tan especial.
Hay al respecto una historia que me agrada recordar y que espero pueda ilustrar un poco esta idea. Sucedió en 1965, cuando cursaba primer grado superior en la escuela de mi barrio, en Lomas de Zamora. Nuestra maestra, cansada de la indisciplina de un compañero, mandó llamar a su abuelo para conversar sobre el tema. Los padres del chico no aparecían por el colegio. No sabíamos por qué y sería injusto hacer ahora conjeturas imprecisas. Lo cierto es que el abuelo llegó puntual a la cita. Era un hombre de mirada mansa y de porte cansado. Aquel día, simplemente se acercó a la puerta con  vidrios trasparentes del aula y pidió permiso para ingresar. Cuando la maestra abrió, noté un detalle que deseo no se olvide jamás... Aquel hombre mayor de edad, se había vestido de traje para concurrir  a la cita con la maestra del grado. Tal vez fuera, muy probablemente, su único traje. No hacía falta preguntar para hacer esta deducción. El corte estaba pasado de moda, el color azul lucía descolorido y en la pierna derecha del pantalón estaba la huella de una vieja mancha. No obstante, aquel señor se vistió con su mejor prenda para acudir al llamado. De pie y en silencio, escuchó con atención las quejas contra su nieto. Luego lo reprendió, con una voz suave que denotaba fatiga. El niño asintió con leves movimientos de su cabeza, sin mirar a los ojos de sus interlocutores. No obstante, luego habría de repetir algunas de sus travesuras, pero eso es otra historia. Esa vez, sin más que hacer allí, el hombre se retiró.
Cuando vemos hoy el menoscabo sufrido en el ámbito educacional y la degradación de la sociedad en general, se me ocurre que esta historia parece emanar desde una borrosa época legendaria. ¿Tanto tiempo pasó desde aquello?
Parece que sí.
¡Cuántas ganas de progresar se notaba en la gente! ¡De ser libre! ¡De vivir! Recuerdo a jóvenes amigos que deseaban ser maestros de frontera para desempeñarse en comunidades de las zonas más alejadas de nuestro país. Aquellos que estudiaban filosofía sólo porque amaban la búsqueda de la verdad. A los que deseaban ser médicos para terminar con las epidemias y los males que aquejan los cuerpos. A quienes abrazaban la religión para llevar el evangelio a los pobres. A muchos de nuestro círculo más íntimo, quienes se retiraban al campo, a los montes, a una granja al pie de la cordillera de los Andes, para estar cerca de la naturaleza y lejos del ruido mundano.
Sí. Eran tiempos copados. Mi ciudad estaba limpia. Los robos eran rarísimos y se confiaba en un futuro mejor para toda la humanidad... Hasta que una tormenta de fuego arrasó con todo... Al despejarse lentamente las nubes de humo, se escucharon las voces de aquellos que anunciaban el fin de la historia, y aseguraban que todos los males serían arreglados por la mismísima fuerza del todopoderoso mercado. He aquí el resultado.  Está a la vista.
La marginalidad alcanza niveles increíbles. La bestialidad avanza a grandes pasos. Donde quedan selvas se las tala, donde hay una llanura capaz de brindar alimento a multitudes incontables se la abandona. El mundo se envenena de manera sistemática.
En este contexto ¿Qué metas persiguen lo jóvenes de hoy en día? Mejor dicho ¿Cuáles modelos se les ofrecen como ejemplos para comenzar a esculpir sus vidas?
Por dar solo un ejemplo, podemos mencionar que en el mundial de fútbol próximo pasado fue notoria una práctica vergonzosa: barrabravas recorriendo estadios del mundo sin gastar un centavo de su bolsillo para presenciar los partidos disputados por la selección nacional. ¿Cuál fue su mérito para obtener este beneficio? Sin mucho esfuerzo intelectual, podemos afirmar con escaso margen de error, que tan sólo habrá hecho falta  ser chupamedias incondicional de algún dirigente futbolero, enroscado éste -en algún rincón de los laberintos donde el poder se oculta- con algún politiquero de turno.
Ningún jubilado que pasó su vida trabajando de sol a sol fue premiado con ese viaje. Ninguna trabajadora que luchó contra viento y marea obtuvo ese galardón.
Ningún promedio destacado de ninguna carrera. Ningún científico....No. Quienes tuvieron el privilegio de asistir a los partidos del mundial fueron aquellos que no construyen nada, los que simplemente destruyen al amparo de los vericuetos legales.
Es sabido que quienes no pueden crear nada se divierten destruyendo. Triste. Pero real.
Ese es uno de los ejemplos palpables a la hora de señalar el horizonte de nuestros jóvenes.
Pero estos vericuetos legales que mencionábamos ¿De dónde emanan? Cuando vemos trastocados aquellos valores que antes resultaban fundamentales. Cuando sentimos que no avergüenza ser ñoqui, ladrón o criminal, comprobamos que hemos importado, como tantas veces en el pasado, más de lo que no nos conviene y hemos dejado intacto aquello que nos perjudica: La violencia, la inoperancia, la banalidad. Así padecemos robos, atropellos e injusticias. Así vemos cómo la sana juventud peligra. Así vemos cómo "señoritos bien" van al exterior a matar el tiempo asesinando a un compatriota. Cómo los "nenes" que festejaban el vivir holgazaneando a costa de quienes trabajan, atacan a meretrices luego de negarse a pagar por sus servicios en una fiesta privada en la provincia de Entre Ríos.
¿Quién legitima este estado caótico? Decía Simone de Beavoirs que: "lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra". Típico de muchos integrantes de nuestra sociedad fue avalar con su indolencia esta caída en picada de nuestro país a la ciénaga maloliente del escándalo. Así pudimos ver a muchos conciudadanos jactarse de comprar mercadería a bajo precio aunque fuese dudosa su procedencia. Total -habrán pensado- los rateros roban en barrios bajos, lejos de nuestra vista. Mirar para otro lado ante la presencia de un menor mendigando en la calle, la culpa es de los padres se escuchó por ahí.
Pudimos comprobar cómo gente inmersa en nuestro entorno se desentendía ante la destrucción sistemática de la escuela pública. Total -habrán dicho- están los establecimientos privados. De la caída del hospital público, pues con una módica suma se puede acceder a una cobertura prepaga. La visión no parecía estar para detectar los problemas inmediatos que nos acuciaban a todos, sino para planificar el consumo personal a ultranza. Para observar con esmero el bombardeo publicitario que a mansalva se dispara sobre la población.
Y surgen así interrogantes cruciales entre los jóvenes. ¿Cuándo llegarán a ganar lo suficiente para consumir todo lo que les ofrecen día tras día? ¿Por qué demostrar idoneidad si sobran mediocres encumbrados? ¿De qué sirve ahorrar si los bancos se negaban a devolver el dinero de la gente? ¿Para qué obrar bien?
Cuesta responder con las premisas de entonces. Inclusive no falta quien las considera utópicas sin -por supuesto- haber leído jamás a Tomás Moro. Es fácil tildar de utópico aquello que molesta a la burocracia. No obstante, alguna luz de esperanza se abre, obstinada, allá lejos. A pesar de todo, de un dispositivo montado exclusivamente para detenerla, en Argentina la verdad emerge a la superficie para quién desee oírla. Hay gente que cuestiona el despilfarro, la injusticia, el deshonor, la contaminación ambiental... Y recupera fábricas y trabaja y desea estudiar y progresar. No los dejemos abandonados a sus suertes. A pocos días de un nuevo mundial ¿Asistiremos de nuevo a ese escándalo? ¿O por uno de esos extraños fenómenos habremos de enterarnos que asistirán en primera fila aquellos que lo merezcan por su labor? Muy probablemente no sea así. Pero valdría la pena exigirlo. Sería una  muestra tal vez pequeña, pero que exprese nuestras aspiraciones de ver el justo premio al esfuerzo. Con ello contemplaríamos el nacer de una nueva esperanza. La de revalorizar a quienes trabajan, y -de paso- creer de nuevo en que un futuro más justo es posible.
¿Podrá ser cierto? ¿O la suerte ya está echada de antemano, una vez más?


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