Los árboles no han perdido su lozanía, ni la flor de la pasionaria su fragancia, ni las aves los iris de sus plumas, ni los ríos y cordilleras su majestad, en este suelo privilegiado del nuevo mundo. No ha sucedido lo mismo con el hombre, criatura frágil y transitoria, a quien daña a veces la generosidad misma de sus pasiones enérgicas. El hombre tal cual Dios le había formado en América, fue despojado de todas las galas y los atractivos que adornaban su sencillez, y su historia es la del huérfano desvalido a quien la avaricia le arrebata su patrimonio y le apaga el hogar.
Si por el delito de ser bárbaro, cúpole esta suerte al indígena, la pena fue tan cruel como injusta por su desproporción con un delito, en el cual la voluntad que le permite cometerlo es nada menos que la del Creador. Este colocó al hombre en todas las regiones del mundo, imperfecto y bárbaro, pero dotado de los medios necesarios para ennoblecerse y civilizarse, con el trascurso del tiempo, a fin de que esta perfección fuese obra y fruto de los esfuerzos de su propia inteligencia. Esta injusticia cometida en nombre de una civilización orgullosa de su poder, es tanto menos justificable cuanto que no ha querido tomarse en cuenta lo mucho que se le debe al hombre americano en el ensanche de la esfera de los recursos con que esa civilización invade, irresistible, todos los ángulos de la tierra. Porque si es verdad que el hallazgo del continente americano, duplicando la superficie del globo, multiplicó las transacciones, aumentó la masa de los metales preciosos, perfeccionó la navegación, estimuló las ciencias que en ella se ligan e imprimió a la actividad humana un impulso que la historia reconoce como uno de los más fecundos hechos de la edad moderna, no es menos cierto que la labor intelectual y manual de los indígenas contribuyó, a la par de la del europeo, a la realización de esas gloriosas adquisiciones de que con razón se engríen los pueblos civilizados.
Basta echar una mirada sobre el diccionario de la lengua castellana para advertir cuán copioso es el caudal de ideas, de usos y de objetos útiles al comercio y al bienestar del hombre, que debe nuestra antigua metrópoli al pobre indígena a quien exterminó el soldado y humilló el catequista durante esa matanza que se llamó “Conquista de América”.
Los puentes suspendidos, la hamaca higiénica y voluptuosa, mil ingeniosos aparatos para cazar y pescar, la canoa de una sola pieza, la atrevida jangada, el delicioso chocolate con la vainilla, la papa que apacigua el hambre del proletario, la quina que mitiga el calor enfermizo de la sangre, la zarzaparrilla y el copaibo, que habrían podido prolongar los días de nuestro primer fundador, don Pedro de Mendoza, si hubiera aplicado estos simples remedios a las dolencias que adquirió dentro de los muros de Roma; la coca, que restablece el sistema nervioso y vigoriza el espíritu tanto como el café. ¿No son todos éstos, y otros muchos que omitimos, inventos y productos americanos cuyo uso aprendió el europeo en su trato con el indígena?
Si este hecho es innegable, tampoco puede negársele a los hombres del nuevo mundo la parte que les corresponde en la civilización a que hemos llegado, y esta participación exige con justicia una palabra siquiera de agradecimiento.
De la “Revista del Río de la Plata”, año 1872
No hay comentarios:
Publicar un comentario