El significado original de esta palabra
ha sufrido alteraciones curiosas. La basura genuina se designa hoy con giros
perfumados, tales como desecho o residuo, y las actividades relacionadas con
ella se asocian obligadamente al reciclado o procesamiento ecológico.
El antiguo recolector o
basurero desapareció para dar lugar a empresas que se disputan el manejo de lo
que antes nadie quería tocar. Es sobre todo en los grandes centros urbanos
donde su acumulación es objeto de sesudos debates, muy condicionados por los
intereses en juego y no tanto por un limpio modo intelectual.
Aquella acepción se ha
transferido, sin embargo, a otros aspectos de la realidad. Se llama hoy basura
a lo que se pretende desprestigiar, ya sea para indicar que se percibe su mal
olor, para cosificarlo con o sin posibilidad de reciclado o para indicar, de
manera terminante, que su acción es ecológicamente perniciosa. Desde este punto
de vista, es de observación común y diaria que el mundo se está convirtiendo en
un inmenso basurero.
A pesar de estas
alteraciones la antigua palabra sigue dando que hablar. Hoy se produce, en
nombre del progreso, una calidad de basura cuyos efectos letales duran miles de
años. La actitud censurable del vecino que barría la suya hacia la vereda
colindante, o la de la mucama perezosa que solía esconderla debajo de la
alfombra, ha sido copiada por sociedades enteras que las transportan hacia
regiones lejanas o pretenden ocultarla bajo el mar.
A esta altura de los
tiempos, hay quienes intuyen que cambiar de lugar un problema no lo soluciona.
Brillante razonamiento que impide catalogar a quienes lo generan con el mote
que titula este artículo. A la hora de las culpas la gran condenada sigue
siendo la escoba, que de razonamientos poco o nada entiende y sigue en su
tozudo empeño de limpiar ensuciando. Brujas abundan que quisieran montarla,
pero ya nadie cree que existan.
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