El señor Laffitte, gran banquero francés, se complacía a menudo en narrar la anécdota de sus comienzos:
“Éramos ocho los jovencitos que pretendíamos la vacante de aquel establecimiento comercial. El dueño, don Alfonso Lauson, nos iba despidiendo uno a uno hasta el día siguiente, después de hacernos muchas preguntas raras que nada tenían que ver con las compras y las ventas. Yo era el último. Respondí casi maquinalmente a las preguntas d rigor, saludé con una inclinación y me volví con el desaliento en el alma.
Al cruzar el umbral vi brillar un alfiler en el suelo. Me incliné para levantarlo, pero me fue difícil porque estaba metido en la junta de dos tablas del piso. Cuando logré aprisionarlo me enderecé y, al mismo tiempo que echaba a andar, intenté fijarlo en el reverso de la solapa del saco.
- Oiga joven - llamó don Alfonso, que había estado observándome-; ¿está dispuesto a comenzar hoy mismo sus tareas?
- ¡Cómo no, señor! -Respondí con rapidez, al tiempo que, debido a la sorpresa, me clavaba la punta del alfiler en el pulgar.
- Bueno, pues; termine de una vez de fijar ese alfiler en la solapa y vaya ordenando estas cajas en el estante de arriba. Mañana se encargará usted mismo de despedir a los otros muchachos diciéndoles que la vacante ha sido llenada. Y si le preguntan cómo hizo para conseguir el puesto, dé vuelta la solapa y muéstreles el alfiler.”
Y al decir esto el señor Laffitte doblaba efectivamente la solapa de su levitón y mostraba a sus contertulios el alfiler de su lejana aventura.
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