I
Estaban en un rincón de aquella aldea.
En un rincón vacío, junto a una masa informe
de juguetes,
donde una luz tenue aplastaba suavemente aquellos rasgos casi humanos.
Eran unos tigres. Unos tigres huecos.
No había nada más frágil que aquella mezcla
de líquidas pieles que en otra infancia
proclamaban un cuerpo inteligible como la sombra de una idea
o el nervioso brillo de una mirada que proclamaba su gloria a lo que estaba cerca.
La gloria de ser. La gloria de estar vivo
bajo una piel capaz de soportar la explosión de la materia.
En el rincón azul. Allí estaban esos tigres
que parecían devorar el gusano que los lleva
a desgarrar el interior de aquellos que guardaban una pequeña eternidad de cieno y brea.
El rincón azul medían, devorándose
las pulpas magníficas, el fuego ajeno,
las alas que la tumba oculta entre la hierba
de una incertidumbre llamada carne.
Han vaciado los días, y hoy el caos de un crepúsculo amenaza su pobreza.
Sé lo que son. Son tan sólo
Tigres huecos.
II
En vano gastaron sus únicas mandíbulas,
y sus afilados dientes de certeza.
La comida escaseó, y en el invierno
una triste lentitud de árbol llegó a desampararlos
- sembraron polvo y cosecharon la pobreza -
Se lo que son. Son tan sólo
Tigres huecos.
Abandonados, sucios, rotos, arrumbados con desprecio
junto al insoportable hedor de una madera
que soporta sus cadáveres. Las estrellas
juegan con ellos hasta que arden
como ofrenda,
como incienso casi encendido en un altar cualquiera
que arde débilmente más allá de la penumbra,
como un espejo roto de abominables cuencas.
¡Ah, sÍ sé lo que son, ya recuerdo!
¡Ahora puedo entenderlos! ¡ Son tan sólo
tigres huecos!
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