Los huaiques cubrían las márgenes de nuestros arroyos, desde siempre. Es una especie autóctona que no conoció otro nombre hasta que vinieron los europeos y la llamaron sauce. Cuando los botánicos se pusieron a clasificar, volvieron a bautizarlos de una forma a la vez nueva y antigua: Salix chilensis.
Pero a ellos no les importaba la cuestión de las palabras. Un árbol prefería llamarse huaique y un sauzal era huaiquequén. Tan importantes fueron en el paisaje de la pampa que con el andar del tiempo hasta un río tomó prestado el sonido de los sauzales: el Quequén.
Si los europeos sólo hubiesen traído nuevos nombres para viejas cosas, los huaiques seguirían dando sombra, leña y medicina, inclinando sus ramas verdes hacia el agua que nutría las raíces. Pero muchas otras cosas trajeron, entre ellas los caballos con los que el indio amplió su horizonte, antes limitado a la lentitud de los pies.
Las sierras tuvieron pobladores del norte, del oeste y del sur, que se fueron emparentando y no siempre de manera amistosa. Del este, por el océano, llegaron los nombradores que ya nombramos y hubo siglos de mezcla menos amistosa todavía.
En ese tiempo fue que vivía por esta zona una tribu, puelche de origen, tehuelche por parentesco, mapuche por idioma, creencia y costumbres. No habían perdido del todo su contacto con los paisanos, como les decían ellos, que poblaban la Patagonia. Tehuel significa bravío y che, gente. Pero para los serranos, tehuel era el sur desconocido, de donde provenían sus ancestros. Recorrer esas distancias llevaba semanas, con buena suerte. La tribu no recordaba que ninguno de sus miembros lo hubiese intentado. Sí sabían de muchos de sus parientes que venían del otro lado, pero sólo en tránsito y casi como desconocidos. Trababan amistad por muy poco tiempo y luego los veían partir, como extraordinarios jinetes, arreando hacienda en un desfile ensordecedor. Detrás solían pasar los blancos, persiguiéndolos. No siempre estos extraños trataban bien a los serranos, porque para muchos de ellos eran tan indios como los que se habían marchado con sus vacas.
Los huaiques, anclados junto al agua, veían pasar a unos y otros, para el norte o para el sur, les daban frescura y combustible para el fogón y los escuchaban hablar, sin comprenderlos.
Lonco era el jefe de la tribu serrana y tenía un hijo, al que había enseñado desde muy niño a montar por el lado del lazo, manteniendo la larga lanza en la mano derecha. Lo acompañaba a descubrir los secretos de la caza y le había regalado tres pares de boleadoras: uno colgaba del cuello, otro envuelto en la cintura y el tercero para la mano.
Lonco significa espiga. Así había sido el jefe en su juventud y así era ahora su hijo, que se llamaba Nehuén, fuerte. Nehuén había crecido con los ejercicios más exigentes, delgado y duro para cualquier faena, y era un jinete que no envidiaba a los que veía muy de tanto en tanto bajar de las sierras.
Salía a cazar con sus compañeros y una vez regresó con el cuero de un venado tan hermoso que se le ocurrió utilizarlo para una cincha. Su madre estuvo de acuerdo, se lo tiñó de rojo y lo cosió con tendones de ñandú. Con tanto empeño había trabajado ella que a Nehuén le pareció bien reservar esa cincha para alguna ocasión importante, cuando tuviera que montar como hombre que enorgulleciera a los suyos. No debió esperar mucho, porque uno de esos días volvió a ver a los tehuelches que cruzaban hacia el norte. Los serranos les dieron comida y un lugar protegido entre los cerros para los animales. Pronto siguieron su marcha y días más tarde aparecieron en las sierras sus exploradores o bomberos. Detrás volvían los demás, con el arreo. Lonco le explicó a su hijo que esa vez debía seguirlos, porque era hora de buscar una hueche, una joven de su edad, entre las hijas de los jefes tehuelches. Ya estaba arreglado el matrimonio y la elegida era Huépil, que significa arco iris. Mientras el padre le recordaba las dificultades del viaje y los deberes que iba a contraer con el matrimonio, Nehuén, sin contradecirlo, se entristecía porque estaba obligado a abandonar su hogar y al mismo tiempo se entusiasmaba por la aventura y por esa desconocida que tenía un nombre tan luminoso. En su imaginación, esperaba que lloviera para contemplar el arco iris, por ver si descubría cómo sería ella.
Pero los jefes apuraron la partida y Nehuén montó su mejor potro, que él mismo había amansado, ajustó el recado pampa con la cincha de venado que su madre le había teñido y se fue por la rastrillada, después de una despedida tan rápida que no alcanzó a entristecerlo. Detrás venía una partida muy numerosa de españoles, mejor armados y más rápidos que los indios, a los que la hacienda demoraba.
En medio de los gritos y mugidos, al caer la tarde se disponían a cruzar un arroyo arbolado, de grandes barrancas, por un vado.
Los huaiques los vieron llegar, como una polvareda que se iba agrandando hasta el cielo y un temblor que sacudía sus raíces. Más lejos, descubrieron otra nube que se les acercaba por detrás y los alcanzó en la bajada hacia el agua.
Los españoles avanzaron enérgicos, cerrándoles el paso, y atacaron con una descarga que pobló el aire de silbidos y de un humo agrio que los huaiques no conocían. Los tehuelches organizaron la defensa y replicaron con valentía, con boleadoras y lanzas, tapando los estampidos con sus gritos. Mandaron adelante a los mejores jinetes con la hacienda, mientras el resto se enredaba con los perseguidores en una lucha sangrienta.
Los huaiques absorbieron el agua enrojecida, vieron alejarse hacia el sur la polvareda y en las barrancas del arroyo fueron testigos de la matanza de muchos indios y españoles, hasta que quedó un puñado de cada uno de ellos.
Nehuén se mantenía en pie, pero su potro encinchado de rojo estaba tendido sobre el pasto. Un blanco se acercó, levantó la mano derecha y se oyó otro estampido con olor agrio. Nehuén no sabía pelear así y no alcanzó a tirarle las boleadoras que todavía llevaba atadas a la cintura. Sintió un ardor atroz en el pecho. Cayó sobre el caballo, quebrado como una espiga segada. A su alrededor quedaban otros muertos, de los dos bandos.
Unos pocos tehuelches lograron montar y galoparon detrás de los suyos. Los enemigos, también en escaso número, recogieron las armas de sus muertos, plantaron dos ramas cruzadas y regresaron hacia el norte.
El huaiquequén, esa noche, veló en silencio a los que dormían inermes sobre el campo. Ahí estaba Nehuén, que ya no regresaría al hogar ni podría contemplar su Huépil, ni siquiera cuando la lluvia se transparentara contra el sol.
Algunos árboles no pudieron contener las lágrimas, que desde entonces gotean cuando recuerdan ese día en que las aguas cambiaron de color.
Con el tiempo, los nuevos habitantes los llamaron sauces llorones y por supuesto que detrás de ellos vinieron los botánicos a rebautizarlos: Salix babilónica, les pusieron, razonando que se trata de una especie distinta de la anterior.
Mucho después un jinete de paso encontró al borde del agua la cincha de Nehuén. Ahora ese arroyo se denomina Quelecintá, que en araucano significa cincha colorada.
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