I
Estoy en una torre donde las palabras suenan casi huecas.
Donde tengo tanto miedo como tú de mi lenguaje,
un lenguaje que parece hoy fuera de tiempo
y que en su resurrección va buscándome preguntas sin respuestas
o del todo imposibles,
porque el verbo escribe en paredes secas
que absorben toda la pintura como si nada se hubiera escrito.
Hasta la última gota, hasta la última letra…
¿Cómo escribirle a quien recién aprendió a leer
lo que creo verdadero?
¿Cómo decirle a usted, erudito o cómico,
que el lenguaje más profundo seguirá siendo el más sencillo?
¿Cómo escribir para el que busca en el desierto
alguna razón, o al menos una excusa
para su existencia?
¿Buscaré palabras bellas para que alguien las recorte
y las ofrezca a esa mujer que ama infantilmente?
¿Cómo hablarte a ti, sobreviviente de la masacre
y a él, que aún no tiene
un domicilio cierto después de su muerte?
¿Cómo articular palabras
para los que han muerto, para los que siguen muriendo, los sin trabajo,
y los que alimentan su propia sombra con los árboles de las catedrales
o beben su propio fermento?
¿Cómo hablarle a sus sombras?
Ni siquiera sus contornos
son agradables.
No tienen gusto, tacto ni olfato
ni pueden resonar ante las palabras.
II
¿Cómo, pues, escribiré desde esta torre
para el que sufre? ¿Le hablaré de su sufrimiento
desde esta altura?
¿Le pondré un agua de metáforas
a aquel que un caldo claro es toda su comida,?
¿Le bastarán mis palabras para enriquecer su sangre?
Todo me es ajeno desde esta torre
pues, ¿no mido más que el vacío que se encuentra
entre la voz y la palabra misma,
entre la acción y la rigidez de un verbo
pinchado en el papel como una mariposa de tinta?
¿Puedo bendecir o maldecir desde estas nubes?
Mis gestos no llegan abajo, y desde lejos
se confunden con grotescas sombras
y obscenos gestos.
Siquiera puedo distinguir los colores:
La sangre derramada para mí es un lago
de profundo azul, como en una postal de invierno,
y el desesperado que pide ayuda
es como si me saludara amablemente…
Me da lo mismo lo justo que lo injusto;
porque estoy solo, y en esa soledad
soy mi propio rey, juez y verdugo,
y todo dolor, alegría, vida o muerte
me es ajena.
III
¿Ya me has juzgado, hombre inquieto?
¿Aun no sabes
que estoy aquí como un prisionero,
y que no puedo bajar ni tampoco puede subir nadie?
¡No me juzgues! ¡Es tan terrible mi destino
como el tuyo! Ambos no sabemos hacer otra cosa
ni podemos estar en otro lugar que en el que estamos.
¿Destruirás mi torre? Eso es imposible.
¿Rellenarás el cielo? Sería una locura.
IV
Estoy en la torre encantada. Aun suenan como huecas
estas palabras,
y eso es inevitable, como lo es la muerte o el olvido
la riqueza y la miseria,
el odio o el amor, lo bueno y lo malo.
Por siempre, para siempre, sin rencor. ¡Déjame
en esta torre!
¡Deja que siga viviendo en ella
con la plenitud vacía de mis palabras!
No hay comentarios:
Publicar un comentario