En la cómoda ventana de una iglesia
que a la calle principal del pueblo daba
se sentó un viejo gato. Contrastaba
su erizada y parda piel con la luz quieta.
Sin temor se acomodó. Un hombre hablaba
de un cercano paraíso y de una puerta
(como en sueños, el gato lo escuchaba
en su hueco confortable) siempre abierta.
Largamente bostezó, y sin palabras
relamió cortésmente su piel muerta
para luego escapar a otra ventana
y disolver con él la noche abierta.
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