jueves, 27 de junio de 2013

LA MÚSICA - Jorge A. Dágata

Nadie supo qué artefacto era ese. Una noche apareció sobre la mesa del club y mientras íbamos llegando lo mirábamos de un lado y otro sin comprender. Descansaba sobre la funda abierta, como una criatura abandonada con su descolorida sábana verde. Uno a uno dábamos la vuelta para apreciarlo, hasta que el más osado se atrevió a pulsar una de las cuerdas y ahí se produjo el primer indicio de milagro: no era guitarra, ni armónica, ni flauta. Era un poco de todo eso con algo de percusión. La nota quedó temblando en el aire frío, atravesó las volutas de humo azul y agitó las telarañas. El cantinero dijo que los vasos habían vibrado a sus espaldas. Pero lo miramos con la misma desconfianza que siempre le tuvimos para el café recién hecho, la estufa apagada y otros asuntos de limpieza que es mejor no recordar ni vienen al caso.
El artefacto desagradaba a la vista pero sonaba como los dioses. El mismo de antes sopló por una boquilla que asomaba de una bolsa panzona y blanda. Las doce cuerdas, por resonancia, acompañaron con un acorde extraño un aire dulce y prolongado que parecía salir de los despeñaderos de una montaña.
-Es una gaita sentenció un gallego de luto desde su rincón condenado, adquiriendo un protagonismo instantáneo que siempre le negábamos para evitar que nos diera la lata-. Una gaita como las de mi pueblo... ¡Empuja, aprieta y verás que suena a fiesta!
El audaz volvió a soplar por la boquilla pero no se oyó nada. El gallego le indicó con la mano callosa que apretara la bolsa y ahí sí: otra vez un susurro de piedra y valle que enamoró el río de las cuerdas hermanadas en esa brisa larga, misteriosa, llena de palabras que casi podían entenderse.
A esa altura habíamos rodeado la mesa, inclinados todos sobre el prodigio con la curiosidad de los no iniciados y la reverencia de los adoradores de lo desconocido. El intrépido, en quien habíamos delegado la facultad de experimentar, esta vez golpeó la caja de madera. Dos, tres veces. Se oyó el andar de una caravana, rítmico, mientras las voces combinadas de cuerdas y gaita daban a los pasos descalzos cadencia de destino, abrían un sendero entre colinas de arena reseca y se asomaban, esperanzadas, en un horizonte que atravesaba las paredes de la cantina, se extendía como un perfume violento por el barrio embellecido y se apagaba de pronto en cada gesto asombrado sobre la mesa.
Es imposible explicar lo que pasó después. Varias manos, entre ellas las mías,  se animaron al mismo tiempo. Empujamos, rasgamos. Soplaba el intrépido y apretaba el gallego que ya lagrimeaba y cantaba una letanía que siempre nos molestó. Pero no esa noche. Desde todos los rincones empezaron a sumarse las gargantas. Roncas unas por el tabaco y el alcohol, profundas otras por el cansancio del día, juveniles las nuestras, entusiasmadas en un coro imprevisto y deshilvanado, que el artefacto concentraba en su vórtice y nos devolvía en concierto, integrando la travesura a su naturaleza extraña de orquesta y solista. El cantinero hacía tintinear los vasos que sonaron con destellos de una luz tan límpida como no habían tenido ni volverían a alcanzar jamás. Era fresco el olor del café, cálida esa hora vacía del invierno, unidas las voces que hasta hace un rato disputaban centavos. Se enlazaban en las cuerdas, golpeaban la madera con la sangre encendida de instantes de lucha inútil. Eran voces de acero traídas de la distancia, más allá del mar, de un tiempo desconocido que ni siquiera habíamos vivido, de una bodega hacinada, de una oscuridad incomprendida. Soplaban, reían, marchaban al ritmo acelerado de un corazón de árbol que pisoteaba la arena liberada del cemento. Voces levantadas sobre la nube azul del techo enmarañado, en notas tan maravillosas como para extasiar los velos palaciegos que habían sido telarañas.
Eso fue, nada más. Sólo recuerdo que un hombre insignificante, ni joven ni viejo, cerró la puerta del baño, se acercó acomodándose los pantalones y apagó el artefacto. Lo sepultó en su funda de lona verdosa y dijo, entre amable y molesto:
-Es mío. Me lo llevo.
El cantinero, por hábito, repasó los vidrios. El gallego se fue a su soledad, cabizbajo. A la misma mesa trajimos las mismas cartas. En otra armaron su juego pero una mujer desgreñada se llevó al marido a los empujones y lo malogró. Hacía frío. Era media semana y casi fin de mes. Nos fuimos bastante temprano.

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