jueves, 27 de junio de 2013

JUEGO SIN FINAL - Por Jorge A. Dágata


Era divertido, se entretenía; era peligroso, se arriesgaba.
Era bella como sus rosas rojas; era joven, simpática, seductora, infalible.
Dondequiera que jugara ya no quedaba quien no fuera lastimosamente derrotado; había frustrado más amores de los que había conquistado y había conquistado tantos como fuera su antojo.
Todos conocían sus cartas, pero las jugaba muy bien.  Era diestra jardinera y mejor apostadora; no había perdido nunca, ni una rosa ni un amante que no decidiera descartar.
Había jurado enamorar sin enamorarse, se jactaba de su decisión y de la firmeza con que podía mantenerla, sabía humillar y lo hacía con bastante insistencia.
Contaba veintisiete amantes, el mismo número de su edad, y para el próximo cumpleaños ambicionaba uno más; por cábala, confesaba sin piedad.
A todos mantenía sujetos y a todos a distancia, hábil, meticulosa, prolija, implacable.
No usaba cosméticos, siliconas, anteojos, perfumes, extensiones ni reductores de cintura; era perfecta.
No encajaba en la imagen de mujer fatal de los tangos, no toleraba el engaño y no lo practicaba, su juego estaba claro del principio al fin; ninguno que ella decidiera podía eludirlo; sabía elegir.
Su éxito se basaba en un principio tan simple como infalible: nadie creía que pudiera existir una mujer así, hasta que ya era demasiado tarde.
Su encanto no parecía extraordinario en la primera impresión, salvo por esos ojos verde oscuro que a veces se veían negros y otras tan claros como su voz, limpia, convincente, segura; salvo por el equilibrio ideal de todos sus pequeños encantos que lograban el grande, el irresistible, su arma total.
Su imposición de límites se sustentaba en las propias reglas del juego; sabía atraer con tal eficacia que dominaba por completo las situaciones; un paso más y el elegido se arriesgaba a perderlo todo; ninguno se animaba a darlo.
Ese era el punto peligroso de su juego, lo que más le gustaba; estaba segura de no fallar; la duda era una carta mala.
Él apareció en su coto de caza tan envanecido como ella pero tan desnudo de defensas como un ciervo rengo ante una leona que lo viene olfateando y se relame.
Conocía perfectamente a qué se exponía, sabía casi todo lo que debía saber, no era un novato aunque no alcanzara el alto nivel de la que creía su presa, se jactaba de estar muy bien provisto de todo menos de un corazón, venía de triunfo en triunfo, ninguna se le había negado, sólo una había logrado sujetarlo, se vengaba estirando la soga hasta el límite y llamaba a eso liberarse.
El cultivo de rosas rojas le parecía cursi, el amor con límites anticuado, el amor a secas descartable, el electrocardiograma una palabra difícil y decorativa, el género mujer un mal necesario, la derrota una abominación de débiles y fracasados, el matrimonio la tumba del placer, el juego un entretenimiento para imbéciles, la casualidad el nombre de lo ignorado, la virtud una virtud en desuso, el engaño un recurso más  y tan frecuente como fuera necesario.
Se conocieron en un vivero, ella eligiendo fertilizantes y hormiguicidas y él preguntando con interés exagerado por las variedades de rosas, su época y mejor cuidado, el lugar conveniente para plantarlas, el momento de la poda. Ella genuina, él actuando; él apreciándola, ella calculando; ella atrayéndolo, él dejándose atraer.
Comienzo del juego.
Mintió que él mismo estaba armando su jardín, mintió que era soltero, mintió que vivía donde dijo, mintió que no advertía que se le caía un documento con su número de celular, mintió no darse cuenta de que ella lo alzaba y se lo quedaba sin decir nada, mintió que estaba apurado.
Esa noche se perfumó sutilmente, se vistió discretamente, se liberó hábilmente, se instaló ante el celular cómodamente, se rascó varias veces pacientemente, se dijo seguramente, seguramente.
La primera mano vino con suerte: un mensaje; él ya tenía el número útil porque ella tenía el documento inútil; no lo necesitaba para nada y la llamó para decirle que nada le era más imprescindible; ella le respondió que estaba a su disposición, él se dispuso a recibir otra carta buena: su dirección; era lo que esperaba, ella lo esperaba.
La puerta precavida, las palabras formales, la invitación a pasar cortés, la dubitación riesgosa y necesaria, la negativa impensable, la aceptación cantada, la declaración de soledades casual, el café inevitable, el primer roce accidental, el siguiente fatal, las primeras miradas cautelosas, las demás insistentes, la demora reveladora, la postergación excitante, la atracción mutua.
De noche no se aprecian los jardines, Roma no se hizo en un día, el mundo en siete, Eva de Adán, el exilio de una manzana, los cuentos de la fantasía, el recurso de la necesidad, la próxima vez de la primera, la hora del acuerdo.
Él la deseaba de noche, ella lo requería bien sujeto; él conocía el valor de la paciencia, ella la urgencia del sexo; él contaba con la debilidad de la oponente, ella con la fortaleza de su decisión; ella no dudaba, él tampoco.
A la luz de la tarde era más rojo el rojo de esos pétalos y más verde el verde de esos ojos, al aire tibio ella exhalaba su propio perfume, tras su estela él navegaba desprovisto de antídotos; ella explicaba, él atendía a las curvas que acentuaban cada movimiento, ella demostraba prácticamente, él asentía estúpidamente, ella lo mantenía a raya, él pisaba la línea de largada, ella pasaba al tema inevitable del suelo, él se arrastraba miserable a sus pies, ella ensayaba una poda, él se sentía cortado.
Acordaron una segunda lección de jardinería, decidieron que él necesitaba practicar; por la tercera o cuarta la tierra estaba removida, cada raíz regada, cada tallo rociado con insecticida, cada flor despejada; ella ordenaba desde la reposera, él se afanaba sin reposo; él se mostraba diligente, ella descansaba inteligente; el pasto cortado para que no invadiera, el cuerito de la canilla cambiado para que no perdiera, el paso al patio de paso reparado ya que estás, la enredadera desenredada; él sentía en todo el cuerpo dolores que nunca imaginó, ella imaginaba futuros ejercicios de jardinería que nunca practicó, él preguntaba cuándo cenamos juntos, ella lo degustaba con calma y se relamía con dulzura por ahora no, él pensó ya la tengo en la mira, ya casi es mía, ella apuntó veintiocho, ya casi es mi cumpleaños.

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