martes, 18 de junio de 2013

Contante un cuento IV - Mención de honor categoría A - Micaela Masdem

Soledad, no siempre es estar sola

Alumna de 2º 1ª Escuela  Secundaria Nº 3 “Carmelo Sánchez”


   Sola. Siempre sola. Mi vida es rutinaria. Me levanto, desayuno, cepillo mis dientes y me peino, para partir viaje a la escuela en el colectivo que pasa por la puerta de mi casa. Solo así, sin ninguna palabra más que unos buenos días a mis invisibles padres. Invisibles desde ese comienzo de semana cuando me comunicaron la noticia. Noticia que yo no esperaba, noticia que jamás hubiera imaginado. Hasta ese día yo pasaba mis mañanas en la escuela, mis tardes ocupadas con mis actividades y luego a las 20 hs. regresaba a mi casa para estudiar y mantener una conversación, o más bien, un breve intercambio de palabras con mi mamá y  mi   papá y alguna pequeña pelea con mi hermano Tomas, de 8 años. Mis padres trabajaban desde las 7 de la mañana hasta las 7 de la noche y luego de una hora regresaban a mi casa, tras su viaje de vuelta. Mi madre es una excelente abogada, y mi padre … Hasta esos días, yo sentía la extraña necesidad de permanecer más tiempo con ellos, aunque suene raro decirlo de una típica adolescente de 16 años. Pero sí, yo los necesitaba más conmigo, quería poder sentir esa conexión madre e hija, que nunca tuve, ni tengo. Pero sin duda aquel día, aquel lunes por la mañana, todo lo malo se convirtió en una catástrofe. Yo sabía que mi hermano también necesitaba la compañía de ellos, a un niño de 8 años no se lo podía estar trasladando con un extraño para él, desde sus prácticas de rugby a taekwondo o de sus clases de inglés a italiano. Él también necesitaba, incluso más que yo, esa compañía de las personas que nos trajeron al mundo. Yo, tenía la edad suficiente para saber lo que mis padres pretendían: una buena educación, pero sacrificaban  muchas cosas, como el amor familiar e intentaban compensar ese padecimiento con regalos caros, nuevas prendas de vestir, tecnología o hasta incluso entradas a obras de teatro o conciertos. El lunes por la mañana, luego de tomar mi desayuno de siempre, dos tostadas con una taza de café, mi madre me dijo, despreocupadamente, que desde ese día regresarían más tarde, a las 11pm. Yo pregunté el por qué, como quien no quiere la cosa y la respuesta fue muy simple: “trabajo”. Sencillamente, esa era la palabra que no podía faltar en una conversación, además de “futuro”, dos términos fundamentales en sus vidas.
     El viaje hacia el colegio fue como cualquier otro, silencio, salvo algunas voces de personas a las cuales no les importaba madrugar y no sufrían la resaca matutina. Las primeras dos horas tuve literatura, mi materia favorita, con la señora Alonso. Disfrutaba escuchar la lectura de mi profesora y los debates . Esa clase no presté mucha atención, estaba preocupada por mis padres, por mi hermano y por mi. Haciendo cuentas en el día solo los iba a ver 2 horas, ya que mi hora de ir a dormir era a las 00.00 y a la mañana solo los veía una hora, si no era menos. Se me cruzaban miles de preguntas : ¿les importaremos? ¿Sentirán culpa por dejarnos tantos tiempos solos? Preguntas para las cuales no tenía respuestas. Recreo. La tercera y cuarta hora no fueron tan placenteras como las anteriores, y el tiempo no parecía correr tan rápido. Geografía con el señor Maddison, que por ser un hombre recientemente recibido, y de tan poca experiencia, sus clases parecían un experimento de como se debe enseñar. Luego sonó el timbre de salida, pero no para mi y la clase en donde yo estaba, ya que teníamos pos-hora con el profesor Martínez en la materia Construcción de la Ciudadanía. Por fin la salida.  El viaje de vuelta en el famoso colectivo rojo de la Escuela Naciones Unidas siempre era mucho más ruidoso que el de ida. Se podía oír comunicaciones por teléfonos, charlas sobre el día en la escuela o sobre los planes para esa tarde o ese fin de semana. Cuando llegué a mi casa abrí la puerta con la llave que estaba escondida detrás de la maceta con las violetas, mis flores favoritas y entré. Dejé mis libros en la mesa del hall y me dirigí hacia la cocina donde estaba mi hermano mirando televisión. Despedí a Teresa, la mujer que venía de 12 a 13 para cuidarlo. Me dispuse a hacer la comida con las compras del día anterior. Cocinar no era una de mis actividades favoritas de la casa, prefería planchar o hacer la limpieza. Preparé carne al horno con papas, la comida favorita de Tomás. Ese día le tocaba poner la mesa a él, nos turnábamos. Comimos sin muchas palabras de por medio, porque por mi parte seguía pensando en  la noticia, y en mis preguntas sin respuestas, y por otro lado mi hermano estaba muy entusiasmado con su serie favorita del mediodía. Las siguientes tareas de mi rutina eran lavar los platos y ordenar, mientras que a mi hermano lo pasaba a buscar su chofer, como a él le gustaba decir, para llevarlo a sus prácticas de rugby. Después de que todo quedó limpio y ordenado subí a mi cuarto, tomé mi mochila , las cosas que necesitaba para esa tarde: las puntas de danzas, que estaban en una caja en mi placard; una remera nueva para cambiarme luego de mis prácticas y mis libros de inglés, que estaban en mi escritorio. Terminado esto me cambié de ropa y salí de mi casa, no sin antes esconder la llave de nuevo detrás de la maceta. Las ocho cuadras al estudio las hacía caminando. Llegué y comenzamos. Disfrutaba y disfruto mucho bailar, me gusta seguir el ritmo de la música, dejarme llevar y olvidarme de los problemas que tengo. Luego de dos horas fui al vestuario, me cambié de remera y partí viaje hacia el Instituto de Inglés al cual asistía. Cuando me daba hambre pasaba por un kiosco y compraba algún paquete de galletitas, me sentaba en la plaza frente al Instituto y luego cruzaba la calle y entraba. Eso pasó aquel día. Al terminar mis clases, a las 19hs, caminaba por la Avenida que me llevaba directo a mi casa, pero ese día no lo hice. Tenía que ir al supermercado, aunque por alguna razón, el supermercado al cual yo iba siempre,  estaba cerrado y decidí desviarme cinco cuadras para llegar al otro más cercano. Ese día haría más ejercicio del normal. Llegué al otro supermercado.  Parecía que todo el mundo llevaba comida para un mes, porque la fila no avanzaba. Compré mercadería para una semana, pagué y salí. La noche era más oscura, había estado un largo rato ahí adentro, comencé a caminar a la luz de la luna, esas calles parecían más oscuras y tenebrosas, tal vez yo estaba acostumbrada a caminar por la luminosa calle de la Avenida, tal vez no. Intenté apurar el paso, ya que ese ambiente me ponía nerviosa, cuando escuché un grito, giré y vi como dos hombres venían corriendo, doblando la esquina y atrás aparecían otros dos con uniformes de policía y armas. Me quedé petrificada. No me moví. No sabía cómo reaccionar. De repente las bolsas se me cayeron de las manos cuando sentí a alguien detrás de mí sujetando mi cuello con su brazo y con el otro apuntando con una navaja en el lugar de mi corazón.
¡Si se me acerca la mato!  gritó.
   El otro muchacho de unos cuarenta años apuntaba con un arma a los dos policías que empezaban a dejar el arma en el suelo. Todo sucedió muy rápido.        El que sostenía el arma disparó contra los dos policías que cayeron al suelo y a mi me arrastraron, sujetándome por el cuello hasta un callejón. Mis gritos resonaban en el silencio de la noche, por sobre las voces de los ladrones que me tenían de rehén. Intenté escapar,  pero todo lo que conseguí fue que me dieran un golpe en mi cara y me silenciaran con una mano en la boca. Estaba asustada, no sabía qué querían estos hombres de mí. Acorralada en ese callejón no tenía muchas salidas, intente echarme a correr, pero me sujetaron con más fuerzas mientras el que me sujetaba por el cuello se acercaba a mi con intenciones de besarme, mientras el otro miraba. Grité y le pegué. Me eché a correr de nuevo. Salí del callejón para doblar en la esquina, pero los hombres me estaban alcanzando. Mis pulmones no resistían, las calles eran desiertas, estaba perdida. Las lágrimas me nublaban la vista. Cuando miré hacia atrás los tenía más cerca  y en un momento escuché una voz que me dejó perpleja, era el grito de mi padre. Él me perseguía, pero ¿Qué sentido tenía? ¿Mi padre robaba? ¿Por qué lo perseguía la policía? No entendía nada. Giré y vi como él tenía su mano en mi hombro, intentando frenarme. Para. Era mi padre, no podía hacerme nada malo. Cuando lo hice me tomó de las manos fuertemente y me dijo que hiciera todo lo que él dijera, mientras veíamos como los policías doblaban la esquina. Sentí en su aliento olor a alcohol y a cigarrillos. Mi padre, el que yo conocía, no era así. Con todas las fuerzas que tenía me solté de su agarre y corrí. Sin mirar atrás, doblé esquinas y crucé veredas, hasta llegar a las calles luminosas. Cuando estuve segura de estar muy lejos de aquellas calles me senté en el cordón de la vereda, necesitaba parar, no podía controlar mis sollozos, sentía que mi cuerpo estaba separado de cabeza y me faltaba el aire. Nuevas preguntas se formaron en mi cabeza ¿Tenía que hablar con mi madre? ¿Ella sabría el lado desconocido de mi padre? ¿Qué haría ahora? Lloré. Lloré del miedo, de la desesperación, por mis preguntas sin respuestas y sobre todo, lloré de la soledad. Mi corazón se detuvo cuando sentí algo rozar mi espalda, ¿qué más me podía pasar?, pero cuando me di vuelta y me paré, asustada, vi como dos ojos cafés me miraban en forma de súplica. Un perro. Un perro abandonado. Sin dudarlo lo tomé y lo llevé conmigo.
     Las cosas cambiaron mucho desde aquel día: mi padre está preso por robo y trafico de drogas, nunca me enteré el por qué de sus actos, pero tampoco los quiero saber; mis padres se divorciaron y nos mudamos de casa. Pero algo sigue intacto, mi soledad. Solo que ésta la comparto con un nuevo amigo, mi perro, Paco.

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