miércoles, 3 de julio de 2013

El cajero Gutiérrez - por Jorge Dágata

El cajero Gutiérrez miró por sobre los anteojos al hombre que le entregaba un fajo de billetes,  algunos  cheques y boletas de depósito. Su índice encorvado contó y recontó. Selló la mano izquierda y garabateó una rúbrica la derecha. Acomodó el fajo en la máquina y aguardó a que verificara el número. Su boca, un poco vencida y reseca, murmuró con estudiada amabilidad:

-Que tenga un buen día. Gracias.
Y sin tiempo para tomar aire, un agudo:
-¡El que sigue!

La fila era interminable esa media mañana del día previo a las fiestas navideñas. Sinuosa, seguía la línea de gruesos cordones sostenidos por columnas de brillo metálico que algún distraído pateaba cada tanto sin querer y reacomodaba avergonzado.
Detrás del vidrio y enmarcando su calva sanguinolenta, un afiche rojo con grandes letras blancas invitaba:

SOLICITE SU DEBITO AUTOMATICO
Un servicio más de su
BANCO DEL OESTE

Mientras seguía con el automatismo de billetes, papeles, sellos y garabatos, Gutiérrez veía pasar por su memoria imágenes de los carteles de otros años que las circunstancias desactualizaran y la política del banco decidiera eliminar:

SOLVENCIA-CONFIANZA-HONESTIDAD
son los pilares de su
BANCO COOPERATIVO DEL OESTE

Siempre en blanco sobre rojo, los clientes aburridos habrían releído centenares de veces el que lo reemplazó, sin notar muchos de ellos demasiado cambio en las palabras, de igual molde y formato:

PRESTIGIO-PRESENCIA-AGILIDAD
son los pilares de su
BANCO DE GESTION DEL OESTE S.A.

Y así sucesivamente, de enero a enero, los que entraban al mismo lugar quizás no advertían que la casa había cambiado, entre otras cosas, de nombre.
A él poco le importaba. Era el más antiguo, de todos modos, en la continuidad de lugar y el hilo conductor del hábito de sellar tras la tarea curva de su índice tan adaptado a la función.
Pero Gutiérrez murmuraba a veces, para sus adentros, unos pasajes de letra de canción tropical que se le habían ocurrido hacía ya tiempo y nunca llegaba a completar:

Por amor al dinero
el cajero
se fugó...

Evocaba así a su antecesor de muchas décadas atrás. Quién sabe por qué loco sueño, un día abundante cerró la caja, se retiró con la recaudación y desapareció.
O le daba un contenido similar, con el mismo ritmo y melodía escasa:

Por amor al billete
el cadete
no volvió...

Era el caso de un joven empleado al que enviaron por una emergencia con un atado de dinero y documentos a otro banco y no regresó al suyo sino, días después, a padecer detrás de otras rejas.
Se daba cuenta con total lucidez de que su canción no progresaba, porque el primer verso debía rimar con el segundo y la tercera opción, la aguda, parecía agotar las posibilidades:

Por amor al impreso
cayó preso
el señor...

Que tenía que ver con más de un suceso por todos conocidos.
Hacía ya seis años que habían remodelado el edificio. Las viejas columnas blancas del decorado que daban a las paredes un aspecto de solidez y antigüedad acorde con la política del directorio, habían sido reemplazadas por estructuras de metal exageradamente vidriadas. Los acondicionadores sustituían a los caducos ventiladores de techo y le resecaban la garganta. Sentía nostalgia por aquella otra prisión sombría, un poco dieciochesca, de paredes sostenidas por columnas simuladas desde el suelo al techo curvado.
Por detrás del automatismo de su trabajo, se le dio por pensar que ahí comenzó a sentirse un poco fuera de lugar. Con ganas de fugarse al otro edificio, el que ya no existía más que en su memoria discontinua, esa que apenas le centelleaba imágenes como en un clip televisivo.
Era una sensación de penoso vacío. Le provocaba como un vahído, con el temor de que algunos errores le costaran demasiado. En especial ese día de trabajo extra comenzaba a sentirse flotando en el aire aclimatado, como si uno de esos aparatos que equilibraban la temperatura excesiva del exterior estuviera a punto de succionarlo y arrojarlo a la calle.
Llegaban sus quince minutos de descanso. Dejó el lugar a un compañero y se retiró al depósito, donde el termo y el paquete de yerba, entre pilas de archivos y cajas recién llegadas con los obsequios de fin de año de la empresa al personal, ambientaban un relax casi bucólico, alejado de la cola del repetitivo:
-Que tenga un buen día. Gracias.
¡El que sigue!
El vahído debió ser esa vez más prolongado, porque la canción amenazó con completarse con una estrofa que comenzaba:

Por amor a los fajos

y se transformó pronto en un desmayo, seguido por una reacción de furia al comprender que no podría continuarla.
Oyó como si estuviera dirigida a otro la reprensión áspera del jefe. Con esa agresiva presunción de que todo calvo y viejo debe ser además sordo, sin explicaciones le señaló con el dedo la pecera de la caja y lo acompañó a salir del depósito con un empujón no demasiado suave en la espalda. Jefe nuevo. Joven. Muy formado. Desconocido.
Trastabilló, equivocó el camino, se enredó en los cordones y volteó una de las columnas con cierto escándalo y algunas risas mal contenidas.
Su jefe lo apartó con las dos manos en los hombros, empujándolo de regreso al depósito.
-Ya no sé qué hacer con usted, Gutiérrez, perdóneme. Siéntese acá, hombre. Mire: dedíquese a embalar los regalos para los empleados. Que todos los paquetes contengan lo mismo. No quiero celos ni intrigas como la otra vez. Cuente lo que llegó, los que son y olvídese por hoy de la caja. Después hablamos. Áteles con un moño este saludo que mandé a imprimir. Léalo y dígame qué le parece.
Ya lo dejaba solo, cuando se volvió para afirmar sin consultarlo:
-Se siente bien, Gutiérrez. ¡Menos mal!
Y se retiró, apurado, sin esperar respuesta.
El ex cajero Gutiérrez se acomodó los anteojos, secó el sudor de la cara y la calva con una servilleta de papel y por primera vez se dio cuenta de que hasta ahí no llegaban los aires benéficos del acondicionador, pero sí el infierno del sol de diciembre que atravesaba los vidrios.
Apoyó una mano en la columna y se sorprendió de haberla traído sin darse cuenta, para iniciar la nueva tarea de abrir la totalidad de las veintitantas cajas con botellas y paquetes coloridos, contar y distribuir de acuerdo al número de empleados, del que no estaba muy seguro. ¿Seguía trabajando la rubia nueva de Créditos, o el período de prueba había terminado? En Tarjetas, ¿de los cinco quedaban dos o sólo el inmutable Ezequiel, contador frustrado por unas pocas materias?
En una de las cajas, por error, el transporte había dejado una carga de fuegos de artificio que sin duda tendrían otro destino. ¡El correo! ¡Cuántos dolores de cabeza con el correo!
Gutiérrez sintió desaparecer la compañía incómoda de esa nostalgia de los últimos años. Se vio otra vez delgado y juvenil, con el traje que era uniforme décadas atrás y el cabello bien peinado, cayendo un poco, apenas, como descuidado, sobre la frente. Sin anteojos. Aporreando la Rémington negra, cara a cara con el cliente, o sumando prolijamente en la Burroghs mecánica que ahora juntaría polvo y pelusas en algún rincón. Enamorado de aquella consigna del primer cartel rojo que tan bien recordaba:

SOLVENCIA-CONFIANZA-HONESTIDAD

-¡A la mierda la nostalgia! gritó por el tubo de la columna, recordando los años de vallado que una multitud golpeaba durante horas, enloqueciéndolos a todos. Ahí había empezado a quebrarse el cajero Gutiérrez, el de antes, día tras día transpirando de miedo. Un poco de lucidez pareció darle el comienzo de otra estrofa, tal vez la última, para su canción. Una estrofa reprimida hasta ese instante:

Por amor al dinero
el banquero
no cumplió...

Babeaba con una risa descontrolada. Se deslizó, simulando una renguera torpe, hasta la caja. Su compañero, de espaldas, sintió la palmada y el murmullo convencional sin distraerse del trabajo.
Regresó al depósito con los brazos cargados de dinero.
Sus manos expertas habían apuntado a los billetes grandes. No eran demasiados, como no lo eran desde los días de los asaltos constantes, pero alcanzaban para formar un bollo que redondeó, afanoso, como si fuera una de aquellas pelotas de trapo de la niñez lejana. Lo hacía con una risita imbécil, olfateándolos por primera vez, descubriendo en ellos una cualidad hasta ese momento imperceptible. Olor a manos. A sudor. Grasitud de humo de escapes. Campos en cosecha, humedad de colchones imaginarios. Olores dudosos, confusos, sugerentes. Los vahos de la bola rebelde invadían las fosas de la nariz hasta el cerebro, donde una operación incomprensible les ponía caras y los enviaba a recorrer caminos bifurcados miles de veces, hasta concentrarlos ahí, en ese instante esférico que modelaba en la soledad del depósito.
Poco después, una multitud de cabezas en fila ordenada por los cordones interrumpidos por la falta de uno de los sostenes, giraron hacia arriba.
Un grotesco cajero de anteojos gruesos, con un bonete rojo de letras blancas, se asomaba debajo de los vidrios deslumbrados por el cielo de diciembre, gritando fuera de sí:
-¡Ho, ho, ho..!
Se oyó un estampido y del cañón de la columna surgieron los billetes olorosos, mezclados con tarjetas de saludo recién impresas, como una nevada de humanidad sobre los clientes del

NUEVO BANCO DEL OESTE

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