que un niño de diez años;
su cuerpo era como un interrogante,
y su cabello, un algodón peinado.
En sus ojos se hacían lágrimas,
y la sonrisa de sus mustios labios
era cual soplo de la primavera
dándole encantos a un clavel ajado.
¡Con cuánta devoción la rodeaban
aquellos hombres de cabello cano,
a quienes el misterio de la vida
los endilgaba por caminos varios!
El doctor y el obrero,
el cura y el soldado,
el comerciante rico
y el grave literato,
separados hacía tanto tiempo,
tornaban a reunirse alborozados
en torno a la vieja señorita
que les tendía la arrugada mano,
lo mismo que una abuela complaciente
a sus nietos mimados.
Aquellos hombres eran
los pícaros muchachos
que años atrás le dieron
disgustos y trabajo.
- Señorita, ¿recuerda mis diabluras?
- Señorita, yo fui bastante malo...
- ¿Son los de ahora como los de antes?
- ¿Le da mucho que hacer el primer grado?
- Es hora, señorita,
de buscar el descanso...
Y todos terminaban con suspiros:
- Tiempos aquellos! ¡Cómo hemos cambiado!
Mas, para ella eran los mismos siempre,
los queridos muchachos,
capaces aún de hacer
travesuras ruidosas en el barrio.
Y como a niños los trataba. A todos
los tuteaba, y sus benditas manos
todavía arreglaron la corbata
voladora del grave literato
y el cinturón de cuerpo
del gigante soldado...
El hijo del doctor, que fue testigo
de aquélla escena, todo alborozado
en cuanto llegó a casa, buscó ansioso
la madre y los hermanos,
para decirles con misterio: -¡Pobre
papá! En la escuela yo lo vi llorando...
Extraídas del libro “Canciones a la maestrita y otras evocaciones de la escuela”, año 1927
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