miércoles, 3 de julio de 2013

Pensamientos - Juan Bautista Alberdi

Un pueblo revestido, para una revolución operada por las cosas, del derecho a ser libre, es decir, del derecho a exigir de su Gobierno, en cuyas manos están todas sus libertades, que se las entregue una por una, está en una posición tan dura como la del Gobierno que en cada libertad que entrega a su dueño entrega una parte de su poder y abdica poco a poco su rango original de poder omnipotente.

Esa relevación y reemplazo de un Gobierno soberano por un pueblo soberano, en que consiste el cambio de régimen, es ardua y difícil y tiene que producirse gradual y lentamente.

Pero tiene que producirse fatalmente, y ella constituye el desarrollo histórico de la libertad en todas las naciones en progreso.

No hay pueblo libre, de ninguna raza ni casta, que lo haya sido desde el origen de su formación. Todos empiezan por la obediencia ciega, y el gobierno es, cronológicamente, anterior a la libertad. Son dos poderes que han empezado por la violencia el establecimiento de su imperio. La libertad, como gobierno del pueblo, ha empezado a establecer su autoridad por la fuerza; como el Gobierno, que es la libertad del poder, empieza igualmente por la fuerza.

La abdicación generosa y noble de los gobiernos puede prevenir o atenuar la violencia de los pueblos; desgraciadamente, de esa cualidad son más capaces los gobiernos nobles y aristocráticos, como lo prueban los ejemplos de la Gran Carta otorgada en Inglaterra por el Rey Juan y la abolición de los privilegios el 4 de agosto de 1789 por la nobleza francesa.

Pero los gobiernos republicanos no son incapaces de esas concesiones o abdicaciones, como lo prueban los ejemplos de Washington, de Belgrano, de Sucre.

Las más veces, lo que no hacen los sentimientos y las virtudes lo hacen los intereses bien entendidos de los que gobiernan; es decir, de los poseedores de hecho de las libertades del pueblo y de los gobernados que saben evitar la violencia para lograr más pronto y más eficazmente la reivindicación de sus libertades por reformas pacíficas.

Un pueblo condenado a ser libre por la mano de su Gobierno tiene que esperar siglos para entrar en posesión de su libertad, porque cada libertad que el Gobierno le devuelve es una parte de su poder que abdica. Y como no tiene quien le obligue a abdicar sino un pueblo educado en la obediencia absoluta, es decir, ininteligente y desinteresado en la cuestión de su propia libertad, no será ese Gobierno el que se apure a devolver los poderes de que goza y disfruta.

Pero esa devolución se hará a su pesar, por la fuerza de cosas, que darán poco a poco al pueblo una educación por la cual adquiera la costumbre de una obediencia menos ciega y menos limitada; y esa costumbre revocará poco a poco, y acabará por reemplazar del todo, a la costumbre que lo educó en la obediencia ciega y absoluta.

Las costumbres se derogan unas a otras mejor que las leyes, y la educación que forma las costumbres es dada por la fuerza inteligente de las cosas en la dirección de su corriente de mejoramiento y progreso natural: no de otro modo se han educado y formado las costumbres de los países libres.

La libertad, como costumbre, tiene a su favor esa corriente educatriz de las cosas en los Estados de Sud-América.

El poder de sus Gobiernos es incapaz de contenerla. Su origen y su modo de ser los hacen a ellos mismos los autores e instrumentos de su propia disminución gradual.
No basta que posea todos los recursos de poder omnímodo, que reciben de su contextura y de la contextura colonial española.

Esos recursos no son un poder sino cuando se sabe manejarlos.

Los nuevos gobiernos, herederos y poseedores de esos recursos de poder que formó el régimen de España para sus virreyes, no tienen la experiencia, ni la inteligencia, ni la estabilidad y firmeza del antiguo gobierno colonial para el manejo y administración de esos recursos de poder.

Su misma abundancia perjudica a los que no saben o no pueden manejarlos. En vez de servir a su poder, sirven a su debilidad, porque la inexperiencia, la inestabilidad, la discordia, la sucesión continua del personal del gobierno, los disipa y malbarata en consumos locos, inútiles y estériles.

Las deudas van creciendo con los gastos. Las obligaciones y deberes y apuros, con las deudas. Las exigencias de recursos, con los apuros.

Y el Pueblo, que ve todo eso y se apercibe de que todos los recursos que disipa la mala conducta y la ignorancia de sus gobiernos salen de su bolsillo, empieza a sentir la necesidad de ver por quiénes y cómo son gobernados, administrados y empleados los recursos económicos de su poder público y colectivo.

Sentir esa necesidad es empezar a comprender la necesidad de la libertad, es decir, de intervenir y tomar parte en la gestión de sus intereses públicos y de su vida pública, la cual se resuelve en la suerte de sus mismos intereses privados de vida, propiedad, seguridad, familia, industria, trabajo, etc.

De ese modo acaba la libertad por ser entendida, buscada, apreciada, adquirida, conservada; no como un mero gusto, sino como una cosa tan necesaria e indispensable a la vida como el pan, el agua, la luz, el aire mismo.

Así, los que en el Plata han dado al nuevo gobierno republicano de Buenos Aires la masa misma de recursos de poder que tenía el gobierno realista de Buenos Aires, creyendo que con esos recursos le daban el mismo poder y autoridad del antiguo, se equivocan completamente porque con esos recursos no le han dado la misma inteligencia y costumbre de su manejo, la misma estabilidad, la misma autoridad, el mismo juicio y moderación, sin cuyas circunstancias esos recursos no son un poder sitio una impotencia; no son fuerzas, sino causas de debilidad.

Ese gobierno puede tener recursos y poder de abusar, de disipar, de dominar; pero ese poder mismo redunda en su daño, lejos de servir a su desarrollo y mejoramiento.

Él llegará a verse colocado en extremos que le arrastren por su propio interés a ceder para fortalecerse, a dividir sus recursos para tener seguridad de los que necesita su existencia, a reconocer que el país argentino todo entero tiene que cambiar y apoyarse en un punto de gravedad diferente del que tenía en su vida y condición de colonia, en que fue formado, ha vivido siglos y ha continuado viviendo después de conquistada su independencia de España.

La posesión de todos los recursos de poder nacional no salvará al gobierno local poseedor de ellos de su gradual y necesaria (?) decadencia; lo cual dará lugar a que se forme gradualmente y al mismo paso la obediencia deliberada, inteligente y limitada del pueblo de las provincias (en cuya compañía entra el mismo pueblo de Buenos Aires).

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