miércoles, 3 de julio de 2013

Una tarde en un pueblo de Toledo - Rafael Ziella

Recuerdo que aquel día me levanté pensando en todo lo que tenía que hacer durante la tarde. Venía de un arduo fin de semana de trabajo en el bar y lo único que mi cuerpo pedía era descansar. No estaba de muy buen humor a causa del calor que imperaba en mi habitación y éste no me había permitido “pegar ojo” en toda la noche. Salí de la cama, me di un baño, y salí corriendo hacia el bar de José, uno de mis jefes, que luego de mucho batallar había podido montar su nuevo bar de tapas. Allí me encontré con Andrés, padre de José y Fernando, mi compañero de trabajo. Luego de varias cañas, partimos hacia Yuncler, pueblo toledano, donde debíamos servir una Caldereta. Este manjar español es una especie de estofado a base de carne de cordero o de ternera, combinado con una amplia gama de especias y verduras. Sólo una salvedad: esta comida se presenta como un plato típico para los días de intenso frío y sin embargo, en aquella jornada el termómetro no bajaba de los treinta y cinco grados. Nada de eso importaba, más para la gente del lugar que estaba festejando las siempre esperadas fiestas del pueblo.
En mi mente había algo que me alegraba: en el pueblo, Andrés, posee una quinta con una piscina que es un sueño, y dado que la fiesta se hacía cerca de las nueve de la noche, tendríamos un largo rato para poder descansar y refrescarnos. Debo decir que Andrés era el chef que se haría cargo de la comida y desde mucho tiempo atrás, lo hacía no solo allí, sino también en otros pueblos de Madrid y Toledo y a causa de trabajar como camarero en uno de los bares de sus hijos, siempre que era posible, se me requería para servir en esas comidas.
Llegamos a Yuncler cerca del mediodía. Saludé a toda la familia e inmediatamente me dí el primer chapuzón, sumergiéndome hacia el fondo, y luego, cuando mis ojos volvieron a tomar contacto con la superficie, pude percatarme que el cielo se estaba nublando progresivamente y una suave y templada brisa reemplazaba a ese calor infernal que me torturaba desde hacía ya más de tres semanas. Me quedé en el agua cerca de media hora. Al salir de la pileta me estaba esperando una suculenta y sabrosa paella que Andrés nos había hecho para agasajarnos. Está de más decir que comí hasta cansarme. Para desgracia mía y de Fernando, no podríamos reposar mucho tiempo luego de la tremenda ingestión de este manjar valenciano, dado que inmediatamente después de levantarnos de la mesa, nos fuimos con Andrés a la plaza central del pueblo a echar la carne y las especias para la caldereta de la noche.
Regresamos cansados y acalorados; esta incomodidad nos llevó inmediatamente a la piscina pero justo después de tirarnos comenzaron a caer las primeras gotas de un chaparrón que hace meses se estaba esperando en la zona. Salimos inmediatamente y nos refugiamos en un toldo ubicado en la entrada a la piscina. El tremendo cansancio, combatido directamente con la relajación que provoca el agua en el cuerpo, no nos dio otra salida que recostarnos en unos sillones. Lentamente me fui durmiendo, pero nunca logré hacerlo de forma total; siempre me despertaba el ruido del viento y de la lluvia para generar un inconsciente placer que me llevaba otra vez directo al sueño. Esta situación se prolongó durante casi dos horas, hasta que al despertar definitivamente, el paisaje que el cielo me había mostrado durante la mañana, había desaparecido en favor de un violento y acechante gris que las nubes re dibujaban constantemente.
A las ocho de la tarde, volvimos a la plaza y ayudamos a Andrés a poner a punto algunas cosas referidas a la preparación de esta comida. Luego de terminar con la faena, hicimos una pausa en nuestro trabajo. En aquel momento sentí una gran necesidad de caminar, de salir sin un rumbo fijo, de perderme por ahí. Sin embargo, no quería hacerlo solo; hablé con Fernando y le propuse que me acompañara a recorrer el pueblo, así podríamos conocerlo un poco más a fondo. Este, pese a mis inútiles intentos por llevarlo a mi aventura, desistió de venir conmigo y entonces no tuve otro remedio me internarme en solitario por lugares en los que tiempo antes había caminado bajo la sofocante compañía del sol y del calor de la meseta toledana. En aquellos instantes, un cielo gris y una fresca brisa chocaban conmigo, y contrariamente a lo que se suele pensar, me provocaban un gran placer. Recorrí todas las calles y las plazas del pueblo y en ellas me crucé con unos niños que disfrutaban mojándose unos a otros como si de un carnaval sudamericano se tratara la fiesta. Pude ver que muchos eran hijos de inmigrantes y que en ellos se hallaba la chispa que le ofrecía al pueblo un rostro más despejado y alegre. El contrapunto lo brindaban los ancianos, quizá la cara de una antigua España que nuestros abuelos vivieron. Una España casi muda, sorprendida de los cambios, pero a pesar de esto, conciente de los progresos de las últimas décadas. Ese choque generacional me ofrecía una idea casi exacta de un pasado irrecuperable y un presente anunciando un futuro, que a simple vista parece predecible, pero su diversidad lo llevará hacia caminos más que variados.
El pueblo y su paisaje rural nunca me habían parecido bellos. El eterno amarillo de los campos siempre me pareció desolador sin embargo hoy, bajo la compañía de un melancólico cielo gris, su aspecto empezó a resultarme más que agradable; y mientras más me internaba por sus suaves colinas, mayor era el placer que experimentaba mi alma. Descubrí, por fin, la belleza que el contraste de ese cielo tan oscuro combinado con el brillo de los dorados y secos campos manchegos, pueden ofrecer a un espectador que desconocía por completo tal manifestación de la naturaleza. Quería congelar el tiempo y que esa tardecita no desapareciera nunca de mi mente. Que fuera un recuerdo imborrable; porque por un momento, el entorno que antes me había provocado un gran hastío, ahora, ante la peculiar situación del tiempo, me hacía sentir parte íntima e inseparable del paisaje.
Estaba anocheciendo y decidí volver. Me crucé otras vez con los niños y los ancianos que antes había visto. Pude observar en sus caras que ellos no podían experimentar las mismas sensaciones que yo había tenido; quizá, porque lo veían como algo natural, casi como un fenómeno propio de la naturaleza de la zona. También sus expectativas eran otras y sus ilusiones estaban centradas en la fiesta, esas dos semanas tan cortas, por las que se esperan unos eternos doce meses. Todo estaba muy claro. Esa cotidianeidad se rompía en mí por el simple hecho de ser un extraño, por poder darle una mirada diferente a todo aquello.
Aceleré mi marcha y, desde lejos, vi que Andrés y Fernando alistaban a la gente en una inmensa cola para poder servirles la caldereta. Al llegar a la plaza me percaté de que un enorme bullicio reemplazaba a la serenidad que antes había reinado en ella. Gritos, murmullos y todo tipo de manifestaciones se podían oír pero entre ellos se iba colando un tímido rumor, era que los más viejos se quejaban de que la lluvia no había sido suficiente y, por tanto, el agua no alcanzaría para paliar la sequía que, desde siempre, forma parte de la idiosincrasia española.

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