José S. Álvarez, el fundador de la popular revista “Caras y Caretas”, fue, desde sus primeros años, tan travieso como ocurrente.
recordando sus primeros tiempos de estudiante, decía un renombrado político a un médico de gran reputación, muy considerado y querido en Buenos Aires:
- ¿Te acuerdas de tu primera penitencia?
- Fueron tantas, - contestó el médico riendo- que no sabría decir cuál fue la primera
- Pues yo sí; tengo tan fresco su recuerdo que ahora mismo si cerrara los párpados vería reproducida con todos sus detalles, la deliciosa escena que la precedió.
Y con el rostro iluminado de contento, riendo con sus grandes ojos inteligentes, con ese acento provinciano que parece venir a los labios cuando se cuentan las cosas del terruño, el político continuó:
- Fue el primer día de mi entrada al Colegio del Uruguay. Me sentaron cerca de un muchacho de más edad que yo, de mirada expresiva, inquieto y conversador como uno de los Habladores de Cervantes; con el pelo castaño, rebelde al cepillo, que se le erizaba al reír como si una cosquilla le recorriera toda la piel. ¡Oh, y aquel demonio reía con una risa tan retozona y comunicativa!...
El profesor de matemáticas, aquel viejito bravo como un ají cumbarí ¿te acuerdas? Estaba parado frente al pizarrón engolfado en no sé qué problema que yo escuchaba sin comprender, cuando sentí que mi vecino me tocaba suavemente con la punta del pie, y en voz baja, ocultando la cabeza en la espalda del alumno que tenía delante, me preguntó, con una expresión indecible de malicia burlesca:
- ¡Ché!, ¿vos sos nuevo, no?
- Si.
- Sabés que tenés cara de zonzo...
- Puede ser.
- Sí, ché, tenés cara de zonzo... ¿A qué no sabés silbar?
Yo sonreí al escuchar semejante pregunta, pero no contesté.
Él insistió con acento socarrón entrecerrando sus ojos claros en que le retozaba la astucia.
- ¡Si no has de saber!...
Fastidiado por su duda tonta, sin darme cuenta de la treta, lo miré fijamente a la cara y le respondí:
- ¡Cómo no voy a saber!
- Bueno, a ver, silbá...
Automáticamente fruncí los labios y di un pequeño silbido, apenas perceptible. Movió la cabeza ahogándose de risa, acariciando allá en lo hondo la realización de la broma urdida, y volvió a decirme:
- ¿No ves?... ¡No sabés!...
Picado ya en mi amor propio por aquella mofa incrédula, quise demostrarle que no era el bobeta que se imaginaba. ¡Fue mi perdición! Silbé más fuerte, tan fuerte que el profesor al oírme se dio vuelta irguiéndose como una viborita irritada y dando chispas por las pupilas, que relumbraban como dos cuentas de vidrio celeste, con tono áspero preguntó:
- ¿Quién es el avestruz que está silbando?...
- El nuevo, señor...¡Éste! exclamó entonces el gran cachafaz, gozándose con su travesura que iba a costarme la primera hora de penitencia en aquel memorable cuartujo del oscuro pasadizo, en cuya maciza puerta grabaron sus nombres la mayor parte de los alumnos del histórico colegio, sin sospechar que alguno lo haría ilustre.
- ¿Y quién fue interrogó sonriendo el médico- el que para “calarte”, sin duda, te jugó tal partida?...
- Fue contestóle su amigo- aquel espíritu henchido de expansiva alegría y primavera que lució sus donaires bajo el popular seudónimo de “Fray Mocho”
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