miércoles, 3 de julio de 2013

Pentalogía olímpica - Por Ezequiel Feito

El choripanero de Zeus

Cierto día, mientras que el gran Zeus
enviaba, uno tras otro sus potentes rayos
- sin compasión, ni recelo. Como alguien
que destruye mundos como jugando -
pasó debajo de él un choripanero.
El aroma de aquella carne inundó el Olimpo.
Fue suficiente
para que el dios dejara su tarea o entretenimiento
y desde la nube gritara: “Oye mortal,
alcánzame uno. El más jugoso”.
El hombre comenzó a prepararlo. A Zeus
cierta baba temprana iba inundándole la boca
y dibujando en sus labios la tenue sonrisa de un infantil capricho.
Aquel hombre puso la carne en un pan cualquiera ,
la adobó, y como pudo
se lo entregó a su majestad de las alturas.
Zeus le dio algo a cambio. No supe qué era,
y el choripanero se alejó hasta más allá de la calle perdiéndose de vista,
mientras que el dios, recostado en la nube
y aún con el sabor a carne, pan y grasa en su boca
dejó de lado sus rayos y su corona y se recostó a dormir.
Sé con quien soñó: Fue con el choripanero.


El sueño de Marte

-“Dos veces dormí en mi vida”
  me dijo aquel dios de oblicuos ojos
y roja mirada   “Dos veces”
 y apuró un vaso casi lleno de moscazo.  
“La primera fue cuando Venus
me mostró una guerra
que yo no conocía”  el moscato
regurgitó en sus labios.
“Después estuve muchos años
despierto, sin dormir un solo día,
o un solo instante”
 y me clavó sus ojos de bronce
afilados en sangre.
“La segunda y última será hoy,
aquí, en este bar inmundo, en esta mesa
sucia, grasosa, lisa y sin ideas.”
  Y dejó caer brutalmente su cabeza -
Estaba loco o borracho. Tan borracho
que pagué la cuenta y me alejé sin despedida.


La olla de Venus

La encontré en una pensión barata
mientras revolvía una olla de carne rancia.
Una mueca indiferente me hizo como único saludo
desde el gastado látex de su alma
y siguió revolviendo aquella olla que hervía
sobre la estúpida y banal fragua de Vulcano.

Indignado al verla así, le hablé del amor y se rió
haciendo resonar sus dientes en un castañeteo inútil,
mientras se rascaba bajo la cintura como si tuviera
pegada aquella valva en el estéril vientre.
-“El amor  me dijo mientras revolvía aquel dulce amasijo -
es el engordar barato de una olla
que continuamente cocina su carne cruda en un jugo imbécil.
Yo soy la diosa de ese amor. Mi desdentada boca
no alcanza a triturarlo. Sólo mi lengua
es capaz de embriagarse de ese acre paladear de sombras”.

Pagué su precio y me fui. Seguía revolviendo
mientras reía o lloraba, aquel pegote inmundo.
Las flores que compré las coloqué en su frente,
silenciosamente como cualquiera lo haría en una tumba.


Las charlatanas  del Helicón

Sobre la bruta piedra que se eleva
formando en el Helicón densa muralla,
se escucha “¡El mal es bien y el bien es mal! ¡Sea!
¡Cortemos los aires y la niebla!” Calla
la tempestad su trágico caldero
ante las tres sombras que el Aganipe traza.
Sombras. Más que sombras fingidas por el miedo,
que en el monte están. Allá en su magia
cocinando un cadáver soñoliento
incapaz de saciar su voraz antropofagia.

Erato revuelve, despiadada,
la estética en un caldero, lentamente.
Ciega, desnuda, casi helada,
sin nada que mostrar. Loca. Callada,
luciendo una ignorancia irreverente.
Polimnia arrima su tridente
de palabras encontradas,
metáforas espesas y rimas agotadas
aburridas ya de su danzar solemne.
Y Calíope, la musa de la espada
con aquella carne tibia piensa hacerse
un almanaque a color, unos breviarios,
una mesa de bar y unos pasteles
que nadie comerá porque están agrios
(que nadie comerá porque no entienden).

“Sombras que finge el miedo ¿cuándo volveremos a juntarlas?
¿Cuándo truene, cuando llueva o relampaguee?
El mal es bien y el bien es mal. La niebla
al cadáver hinche y con su sangre riegue
el monte inaccesible. Para pocos
sea aquella vulgar carne que incombustible hiede,
incómoda, dura, indigerible
sin más virtud que el haber muerto por la peste.
¿Podremos limpiar nuestras bocas luego de gustarlo,
de aceptar sus versos
malditos, duros.
Tan duros que parten nuestros dientes?”

Sobre la bruta piedra que se eleva
formando en el Helicón densa muralla,
se oyen las risas de tres brujas más que horrendas
bajo sombras que lamentan el infierno y la palabra.


Las rosquillas de Homero
( Legado escrito a la manera de Villón )


En el año dos mil cuatro
yo, Homero Simpson, dios griego
de los infiernos, en plenitud de mis facultades
y actuando como los demonios, libremente,
ordeno a Marge que venga y traiga
abundantes rosquillas.
Que lo haga cuidadosamente para que ninguna se rompa
y nadie pueda reprenderme.

Dejo para Skinner
las que tienen forma de aquellos estudiantes
que a su paso todo niegan y destruyen mientras los observo
del otro lado de la nada.
¡Son tan dulces! ¡Son mis favoritas
por la inconsciencia de su carne, sin ley y sin futuro!
Ítem, dejo a Marge aquellas que empalagan
por estar rellenas de enamorados fieles
y vientres abandonados,
aún ebrias del instante y su risa escasa.
Su digestión durará lo que el amor de una noche en el cerro
o en una calle oscura y cercana.

¡Aún no terminé! A Bart le tocan las más rancias,
de olvido llenas y recubiertas de palabras
casi como cáscaras,
cuyo interior dejó en bailes y tabernas
y en la diversión banal de sus mesas engrasadas.

Ítem, dejo para Lisa
las de abundante tinta y espesa salsa
de rebuznos eruditos.
No creo que las coma, su  carne es rancia.

Ítem, dejo a jueces y políticos las más ineptas.
rellenas de insolentes jóvenes,
de baratos choripanes, prostíbulos humeantes y mesas crasas,
para que continúen su reino embrutecido,
de ausente autoridad y eficaz terapia.

Ahora dile a Barney que me traiga del Leteo
una botella para festejarlo. A mi lado ven y prende la pantalla.
Porque a la sociedad de Springfield también le dejo
los adultos impotentes que la juventud degrada,
y a Beethoven en una remera malcubriendo
los senos bizcos de una estéril danza,
con cambios de roles y parejas. También obsequio,
en perpetuo movimiento y sin alma,
machos y hembras tempranamente juveniles.

Nada más me queda. Siéntate y calla,
ante esta sociedad enferma por los mismos
que serán sus herederos. Hoy, mañana,
mientras tú y yo, Marge querida,
seguiremos comiendo nuestras rosquillas.
Dulces, sabrosas, tiernas rosquillas,
en el plácido infierno de nuestra caída raza.

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