Ella no creía que en las líneas de las manos pudiese estar el futuro de las personas. Y mucho menos que en las cartas el Universo dibujara con estampas los arcanos de su vida. Por eso, cuando esquivó ofuscada a la gitana que intentó detenerla en la vereda (porque apurada se dirigía rumbo a su trabajo) no supo del encuentro con el gran amor que le esperaba un día de esos sentado frente a sus ojos en el vagón del subte. Tampoco supo de la casa pequeña, inundada de aroma a jazmín húmedo como el que crecía en un jardín tan pequeño como la casa; donde jugaban tres niños rubios (como ella) y de ojos transparentes color cielo (como él). Ni pudo caminar hacia una vejez suave como un otoño compasivo.
Porque, de haberlo sabido, no hubiese saltado del balcón del edificio donde ya no trabajaba. Porque la habían despedido. Porque debía dos meses de alquiler. Porque estaba sola...
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