martes, 25 de junio de 2013

AUNQUE NO LLUEVA - Por Jorge A. Dágata

- ¡Qué suerte, Rivero, encontrarte después de tanto tiempo y con esta lluvia!
Mirá, desde que éramos chicos me pone contento que llueva. Parece una tontería, ¿no? Será, che. ¡Pero quién no guarda algún recuerdo de la infancia que a los demás puede parecerles tonto! En cambio para uno…
¡Ah, te reís! Seguro también tenés presente a Monchito, aquel compañero de quinto grado. ¿Ves? Es como si no hubieran pasado todos estos años. Me parece verlo, chiquito, con las piernas arqueadas, siempre tan callado. Con esos ojos brillantes entre el flequillo rebelde, que no necesitaba decir más. Pero a la pelota sí que la hacía hablar. ¡Qué jugador, Rivero! Mirá si lo descubría uno de esos tipos que los llevan a Europa, lo que hubiera sido de él…
Monchito y el mal tiempo tienen mucho que ver y por eso se nos da por hablar de él. A nosotros nos molestaba que lloviera. Era andar medio perdidos esos días, sin saber qué hacer. Pero a él lo ponía tan contento que nos desconcertaba, hasta ese viernes del desafío.
¡Seguro no te olvidaste de aquel partido con los colorados! ¡Como para no acordarnos!  Hoy no significaría nada, pero lo importante que era para nosotros ganarles a esos tipos, siempre peinaditos y de uniforme bordó, cordón dorado, botines nuevos y qué sé yo qué más tendrían para darnos tanta bronca. Qué no hubiéramos dado por golearlos, ese viernes inolvidable a las seis de la tarde. ¿Y qué habrá sido del flaco César? ¡Qué tipo encarador y cómo provocaba a los colorados, donde fuera que los encontráramos!
Escuchá y decime si lo tengo bien registrado. Monchito solía faltar a la escuela cuando el tiempo estaba bueno. Pero después de una lluvia, era el primero en llegar. Para todos significaba que no había potrero, ni bicicleta, ni nada que fuera al aire libre. Para él parecía al revés. Esos días andaba contento y aprendía, claro que sí, como cualquiera de nosotros y no sé si en algunas cosas no nos sacaba ventaja. Pero cuántos otros, si es que no faltaba, abría el cuaderno con los deberes anotados y el resto de la página en blanco. Y ahí pasaba que con cada cosa tenía que empezar de nuevo. Entonces no entendía y como no era capaz de pedir ayuda… ¡Siempre tan callado! Quería esconderse debajo del banco cuando la maestra de quinto le reprochaba. Me parece escucharla, diciéndole:
- Así… Así no vas a ir a ningún lado. Porque acá se viene a a-pren-der - le remarcaba, entre tierna y milica.-
Monchito le daba  la razón con la cabeza. Se le apagaban del todo los ojos y se achicaba más todavía. Pero al otro día faltaba y a la semana siguiente igual. ¿Qué tendríamos, Rivero? ¿Diez años? ¡Corregime si me equivoco! Monchito andaría por los once, porque se habían demorado un año en anotarlo, por problemas con los papeles, o documentos, o qué sé yo. Igual, parecía más chico que cualquiera del grado. Comparado con el flaco César, ni hablar.
¿Te acordás cuando descubrimos por qué la lluvia lo cambiaba tanto? Ese viernes del partido, un día magnífico de octubre o noviembre, che. No había aparecido por la escuela y lo necesitábamos más que nunca. Sólo con un volante como él podíamos siquiera emparejarlos un poco. Nosotros siempre tan despelotados y ellos organizados como una máquina. De arco a arco parecía que tenían medida la cancha al milímetro. ¡Qué bárbaros! ¡Qué disciplina asquerosa! ¿Con qué les íbamos a dar? ¡Si entrenábamos cada tanto y en cualquier parte, mientras ellos tenían gimnasio cubierto y un profesor de fútbol que hasta decían había jugado en la Primera B! Ese viernes Monchito no nos podía fallar.
¿Me seguís, Rivero, cuando salimos a buscarlo después de comer, guiándonos por el humo de los hornos de ladrillos? Sabíamos que por ahí vivía. Cruzamos el arroyo y trepamos una calle empinada. Me parece ver el barranco y oír los perros que se volvían locos con las ruedas de las bicicletas. Allá al fondo, las pilas grises de adobes. Y cerca del molino una casita baja y triste, que parecía ni existir en medio de ese día tan lleno de sol. Sí, me parece que era ya noviembre, porque llegamos transpirados. Golpeamos las manos y salió una mujer rodeada de chicos y con uno en brazos. Le pedimos agua y cuando le preguntamos supimos que era la madre de Monchito. El padre andaba por uno de los hornos, atendiendo el fuego. Los tres nos fuimos entre dos pilas largas de adobes.
Ahí estaba él, casi invisible detrás de una carretilla de madera repleta de barro. Fue una de esas veces que los ojitos le centellearon más, a lo mejor por el contraste con la cancha, lisa, interminable, y justo se tenía que llamar así, cancha, como la verde que nos esperaba a las seis. Bajaba el molde, lo alisaba con una tabla y dejaba dos rectángulos brillantes que el sol se encargaba de apagar enseguida, como si les chupara la sangre. ¡Qué joder, che! ¡Eso se me ocurre ahora! Vuelta a enderezarse y asomar la cabeza detrás de la carretilla, llenar el molde y otra vez al suelo. Nosotros, tan concentrados en el partido, sólo fuimos para convencerlo de que no podía faltar por nada del mundo. ¡Aflojarles nada menos que a los colorados! Él nos señaló la cancha de punta a punta. Hasta que no la tuviera llena, no habría fútbol para él. Ni para nosotros, como no fuera para pasar vergüenza de perdedores con los agrandados esos. ¡Ay, qué bronca me da todavía hoy, de sólo acordarme! Así estuvimos, viéndolo llenar el molde y descargarlo, una y otra vez, dándole razones a las que sólo respondía encogiéndose de hombros, hasta que se alejó empujando la carretilla vacía hacia el pisadero de barro. Fue el flaco, decidido como él solo, el que tomó la iniciativa. Se perdió detrás de las pilas y reapareció con otra carretilla y un molde. Monchito volvía empujando a duras penas ese armatoste que debía pesar diez veces más que él, manteniéndolo en línea para que no se le volcara. Y vuelta a empezar. Llenar la caja, aplanar con la tabla, volcar con cuidado… Por más que se apurara, ¡pobre de él!, hasta las diez de la noche y chau partido y otra vez los colorados de festejo.
¿Qué pensaste vos, Rivero, esa tarde? ¿Qué pensó el flaco, con el molde en una mano y la otra apoyada en su carretilla vacía? Yo, te digo la verdad, no podía dejar de mirar la hora y calcular cuánto faltaba para las seis. El flaco se arremangó la camisa y se mandó para el pisadero, haciendo rodar la carretilla como un Fórmula Uno, con esas piernas largas que en cada tranco daba tres de los nuestros. Me acuerdo que encontraste otro molde y nos peleábamos por arrancar los plastones de barro con paja y llenarlo lo más pronto posible. Sin darnos cuenta, al rato estábamos los cuatro, bien organizados por esa vez, embaldosando el suelo gris con las filas parejitas de adobes que el sol se encargaba de apagar. Duro y parejo le dimos, casi sin hablar. El único que decía algo, mirá lo que son las cosas, era Monchito. Se reía al vernos salpicar para todos lados, con entusiasmo de principiantes en algo que para él era cosa de todos los días. Como a las dos horas, las hermanitas le trajeron un jarro de mate cocido que para los cuatro no era mucho pero nos pareció un manjar. Ni siquiera nos tomamos un descanso, apurados por el reloj. Eran más de las cinco cuando vimos el final de la cancha, repleta de punta a punta.
Monchito le hizo señas y el padre se acercó, inspeccionó el trabajo con gran atención y sin mirarlo siquiera, le dijo:
-Y vaya por hoy, hijo, cómo no. Mañana viene el patrón y habrá que apilar, si secan bien. Y si no, seguiremos cortando en la otra cancha.
Nos miramos, contentos de vernos libres al fin, y éramos una murga armada de apuro que había atravesado a pie un pantano de mierda fresca. Los brazos negros hasta los codos y el que no tenía la cara salpicada llevaba más de un parche pegado a los pantalones o al pelo. Lo que menos parecíamos era la mitad que casi éramos del equipo que en menos de una hora enfrentaría la pulcritud insoportable de los colorados. Monchito nos mostró cómo cerraba cada día de trabajo. Se desnudó y se metió en el tanque australiano. Y nosotros, detrás. Unas zambullidas, un refriegue de emergencia a la ropa embarrada. Saludó a la madre, que lo obligó a cambiarse, lo abrazó y lo besó, y le dio dos panes largos que él partió para que fueran cuatro. Salimos zumbando y masticando calle abajo. Pasamos el arroyo y llegamos a la cancha sequitos y refrescados como para enfrentarnos a quien se nos animara.
Y la verdad es que ese viernes, ¿te acordás, Rivero?, ¡jugamos mejor que nunca! Ellos tendrían organización, pero nosotros pusimos sangre. Monchito se deslizaba entre los defensores como un ratón y se desesperaban para marcarlo, como tenían previsto. ¡Pero qué iban a marcar a ese demonio, contento esa tarde por verse libre en esa cancha de la otra, la de todos los días soleados, ayudado por los que entonces sí nos sentimos compañeros!
El empate les pesaba y para nosotros ya era un mérito. El empate uno a uno, que duró desde la mitad del primer tiempo hasta los minutos finales del segundo. ¡Como para olvidarlo! ¡Qué cosas tendrá ese viernes, que me parece uno de los días más importantes de mi vida! ¿Y vos, Rivero? ¿Qué pensaste? ¿Se te ocurrió, como a mí, que al fin el equipo estaba completo? ¿No sentiste que al correr sin carretilla volabas sobre el pasto? ¿No te pareció que la cintura se te había soltado y eras capaz de dar vuelta las piernas y quedar con las rodillas para atrás, si se te antojaba? Ya sé que digo pavadas, pero me parece que algo debíamos tener, algo que circulaba en nuestro equipo y nos daba esa disciplina del corazón, se me ocurre ahora, mucho más fuerte que la de los pobres colorados, apichonados en sus estrategias sin cumplir. ¿Sabés que una vez leí que la niñez es como un mundo lleno de tesoros, que dejamos atrás pero al que siempre volvemos, para descubrir algo nuevo que estaba como olvidado? ¿A vos qué te parece? Para mí que es así. Aunque no sé si para todos. Será, che. ¡Yo qué sé! Pero ese viernes, siempre pienso que tiene algo…
Yo estaba más atrás, pero lo tengo clarito, como si lo estuviera viendo. Le mandaste el centro a César. La bajó con el pecho y buscó a Monchito, pero lo vio muy marcado, como lo tenían siempre, por dos defensores. El flaco amagó con patear al arco. ¡Qué no veía desde semejante altura! Uno de los defensores salió a cortarlo y Monchito se metió por la brecha, ya al borde del área. César se la regaló a los pies y el hornerito se encontró con el otro defensor, que no se le despegaba. ¿Me equivoco o fue así? El flaco se metía para completar la jugada, pero Monchito se mandó una de esas que sólo él podía hacer. Amagó para un lado, se le fue por el otro, no sé cómo porque te dije que yo estaba lejos. Quedó frente al arquero y le arrastró un puntazo con unas ganas que todos lo sentimos como si pateáramos con él. El arquero se estiró y estuvo a punto de pescarla en el aire, pero la redonda iba con tanta fuerza que se le escurrió entre las manos y terminó ovalada contra la red. ¡Qué alegría, viejo! ¡Ojalá todos los días de la vida fueran como aquel viernes, con barro y todo! ¡Qué gol sabroso, como no he disfrutado otro en mis años de hincha! Qué euforia la nuestra y qué triste disciplina la de los colorados, armándose otra vez para intentar emparejarnos en los minutos que quedaban. Esos tipos, te lo juro, no tenían sangre. Se las había chupado el uniforme bordó, el cordón dorado lo tendrían anudado ya sabés dónde y juraría que se las estrangulaba, qué sé yo… Lo nuestro sí que ese día fue puro corazón. ¡Eso! ¡Puro corazón y un delantero que habíamos conseguido traer con el sudor de la frente, como se dice!
¡Lo que son las cosas! Con algunos de los colorados después me hice amigo y ¿querés que te diga? ¡Eran buenos tipos, che!
Ese año terminó sin que Monchito volviera a la escuela. Y pensar, Rivero, que sólo nosotros tres fuimos a rescatarlo. ¡Claro que lo hicimos porque lo necesitábamos! ¡Pero qué podíamos saber! ¡Si teníamos diez años!
Una sola vez volvimos a la ladrillera, por abril o mayo. La familia de Monchito ya no estaba y nadie supo decirnos adónde se habían trasladado. ¿Te acordás, Rivero, que salimos por diversión y ese día volvimos sin ganas de reírnos? ¡Ni siquiera cuando César enterró la bicicleta en el arroyo, de puro arrebatado el flaco!
No sé a vos, pero a mí me sonaba siempre aquella frase de la maestra, cuando le repetía que así… así no iba a ir a ningún lado. Mirá lo que son las cosas.

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