Los antiguos pobladores de esta zona solían contar una historia de tiempos remotos que lo explica.
Huaglen era una niña que junto a sus compañeras de edad acostumbraba pasear por estos lugares en los crepúsculos. Suspendía los juegos de la tarde para disfrutar los colores cambiantes del cielo y la aparición de los primeros astros, en la oscuridad. Al cobijarse en la ruca, junto a los suyos, todavía brillaba en sus ojos esa piedrita roja descubierta en el cielo, sobre las sierras del este, que parpadeaba como si quisiera hablarle. Era su compañera y a ella dedicaba las plegarias y susurraba sus deseos más íntimos. No los comprendía del todo, pero sabía que su confidente de la noche la ayudaría a realizarlos. Huaglen significa estrella.
Su piel morena era el orgullo de padres y hermanos, quienes con algo de jactancia la comparaban con las otras hijas de la tribu, un poco más pálidas, diciendo de ella que había sido bendecida con la fuerza de la tierra y seguramente tendría muchos hijos fuertes, aguerridos y leales.
Como lo esperaba, Huaglen recibió en su cuerpo la señal roja, para gran alegría de toda su gente. Tres días estuvo en la ruca de los abuelos sin que nadie la molestara. Al salir, era ya una malen: tendría que realizar muchas tareas necesarias para la vida y empezaría a recibir propuestas de matrimonio.
Con las otras malen, era libre para buscar las pequeñas lagunas que se forman en las cavidades del cerro y bañarse cada amanecer adorando a Anti, el Sol, mensajero de Soychu, el ser supremo. Al igual que hacían los muchachos por su lado, ellas se desnudaban y disfrutaban del baño un largo rato, para correr luego gritando ¡mai, mai!, el saludo de los buenos días.
Huaglen esperaba que uno de esos muchachos se acercara una noche a su ruca, para hablarle. Algunos ya lo habían intentado, pero no el elegido: Quimey, buen cazador, duro y fuerte... El pasaba sin mirarla, aunque ella supiera que no le resultaba indiferente. Mucho lo había pensado: le respondería como si jugara, con un tal vez... más adelante..., entretenida en algo que le restara importancia. Pero cuando él se preparara para retirarse le diría, eso sí, que volviera. Y se lo repetiría cuando se alejara, por si no la había entendido. Los respectivos padres acordarían la unión que les haría felices. Cada crepúsculo, sentada en las piedras más altas, volvía a buscar la huaglen del cielo, su estrella rojiza, para contarle todas esas cosas tan deseadas y otras que no se animaba a confiar a ninguna de sus amigas.
Soychu tuvo sospechas de que algo estaba pasando. Sentado en los extremos fríos del universo y el tiempo, cada crepúsculo esperaba a su mensajero Anti, el Sol, para interiorizarse de las novedades de esta parte de sus dominios. Si lincon, el grillo, cantaba con buen ánimo, o ngerü, el zorro, no se había extralimitado en sus correrías, Anti podía descansar toda la noche en su lecho de ngullu, el poniente. Se avecinaba un día luminoso, plácido, de buen humor.
Pero si alguno de sus súbditos andaba descarriado y pretendía dominar lo que sólo a él estaba reservado, Soychu instruía en detalle a Anti sobre lo que debía hacer al día siguiente para encarrilarlos. Y entonces el Sol casi no dormía, por lo que era de esperar para los habitantes de la tierra una jornada gris, lenta, indigesta.
En el crepúsculo Soychu le preguntó por las niñas, quiso saber de cada una y en especial de la más oscura, la que secaba su cuerpo sobre las piedras y recibía los rayos como caricias mientras desenredaba sus cabellos. Y al alba consultó a la estrella preferida de Huaglen para conocer sus deseos y confidencias. Pero el Sol le describió sólo generalidades, lo que hacían todos los miembros de la tribu, sin dedicar a las flamantes mujeres ningún comentario en especial. Y la estrella permaneció muda a sus requerimientos, fiel a su amiga terrestre, negándose a revelar lo que ella le había contado.
Fue entonces que Soychu se decidió una mañana a recorrer la curva del cielo en lugar del Sol. Lo mantuvo despierto toda la noche con un larguísimo interrogatorio, y cuando le llegó la hora de amanecer dejó que se durmiera. Soychu se vistió con su traje de círculo dorado, se armó de abundantes flechas de luz y calor y asomó por el lado del Vuülkan, elevándose más esplendoroso que otros días, porque no era ya Anti, un mensajero, sino el mismo dueño de los espacios y los tiempos quien visitaba sus dominios.
Asomó como un punto de luz que se fue extendiendo hasta cubrir la región. Ahuyentó fastidiado las nieblas matinales, vivificó las plantas y desperezó a los animales.
Y allí, por las piedras, las vio mientras se desnudaban para penetrar en el agua. Cuando Huaglen caminaba, esbelta, con su cuerpo oscuro y brillante por las gotas que chorreaban de su cabellera, mientras jugaba sumergiéndose y saliendo otra vez, Soychu le lanzaba sus flechas más osadas. Ella, inocente, las recibía con placer. A cada momento Soychu quedaba más y más sojuzgado por su belleza, le secaba los cabellos y la obligaba a volver al agua para refrescarse.
Así continuaron por un largo rato, hasta que las demás se retiraron y dejaron sola a Huaglen, que empezó a sentir que ese Sol tan extraño había quedado fijo en el cielo y la abrasaba con sus rayos hasta sofocarla. Mientras, el agua se evaporó de los huecos de las piedras, los pastos empezaron a amarillear y los animales se ocultaron.
Corrió hacia los arbustos para protegerse pero el rey dorado, dueño del tiempo, la perseguía a través de las ramas, se reflejaba en la vetas espejadas de las piedras y llegaba hasta ella con sus flechas ardientes, sin concederle paz.
La tribu se asombró de que ese día durara más que los otros y el mundo pareciera arder. Advirtió la ausencia de Huaglen y todos salieron a buscarla por el cerro. Mientras ella corría, rogaba al Sol que no la acosara más con sus caricias, porque las esperaba de quien no pertenecía a las alturas sino a la misma tierra: era Quimey, de su color, fuerte y hermoso, aguerrido y leal. Soychu ya no podía contenerse y cuando agotaba sus flechas creaba otras y otras, para descargarlas sobre ella. Las amigas lograron encontrarla y en sus propios cuerpos sintieron el ardor del enamorado, que también empezó a perseguirlas. Cada una trató de cobijarse en el refugio más sombrío que pudo hallar: unas en los huecos de las piedras, otras debajo de los árboles más frondosos y las restantes en los recodos de los senderos estrechos abiertos entre las retamas.
Soychu multiplicó sus rayos, magnificados por el amor, y las persiguió hasta los últimos rincones, hacia los que ellas huían veloces y quedaban acurrucadas por el miedo.
Ya desfallecientes, gritaron a la madre tierra que las protegiera como cuando eran niñas, ocultándolas o dándoles una forma que no incitara al perseguidor. Apenas lo hicieron, sus miembros comenzaron a ponerse rígidos, cubriéndose de corteza; sus cabellos se transformaron en hojas; sus brazos en ramas; sus pies se hundieron en las grietas como raíces, buscando la humedad fresca.
Soychu clavó sus flechas en los troncos y sintió debajo la carne palpitante, acarició las copas y adivinó en ellas los rostros temerosos. Buscó la de hojas más oscuras y bellas y comprendió que ya no le pertenecía, porque había sido transformada, como las demás, en una planta de laurel. Desilusionado, decidió seguir su camino y recuperó la marcha habitual de Anti, como si fuera el mismo Sol de siempre. La tribu se sintió aliviada al ver que ese día también tendría fin, los pastos no quedarían mustios, los árboles seguirían dando sombra y no se secarían los arroyos y lagunas. Al recorrer el cerro no encontraron en él a sus hijas, sino plantas siempre verdes: algunas más claras y otras de un color muy próximo al de las piedras, pero todas con un suave perfume a juventud.
Los antiguos aseguraban que una de ellas, en los crepúsculos, recobra los labios para dialogar con una estrella enrojecida de temor al Sol, que asoma por el Vuülkan. Es Huaglen acurrucada en su hogar sombrío, a quien la luz del día obliga al silencio. Una extraña hermosura, debajo de su corteza áspera, la condena a vivir anclada a las piedras. Decían que espera a su Quimey, el fuerte, para rodearlo con abrazos de ramas y tejerle con hojas una corona que nunca se marchite. Él la fecundará para continuar las familias y así podrán ennoblecer con el amor las maravillas de la vida sobre esta tierra joven.
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