Recuerdo bien aquella tarde de verano cuando fuimos a buscarte a la perrera. Aquel lugar, administrado con el mayor amor pero con los menores recursos, era un lugar interesante: se intentaba alojar a todos los perros callejeros de la ciudad. Bueno, esa era la intención porque siempre se escapaba uno, nacía otro nuevo y la realidad es que no era posible contener a toda la población canina sin hogar. Siempre quedaban algunos afuera.
Había muchos perritos, algunos grandes otros más chiquitos, pero mi hermano se quedó con uno en especial. Un animalito sin raza, dueño o papeles que pudiera comprobar su pedigrí, si es que existe en la realidad esa palabra tal como se la define.
Una mujer, al ver que mi hermano te miraba con tanto cariño, comentó que te llamaban MIEL, por el color de tus ojos. En verdad se parecían a la miel cuando está recién cosechada y hacían juego con tu pelaje marrón claro y blanco. Parecías un zorro, según mi papá.
Te llevamos en auto hasta la casa, donde mamá nos esperaba con cierta curiosidad. No podría decir alegría, porque ella siempre dice que te aceptó por nosotros, nada más.
Todavía me acuerdo de la cucha de madera que papá te hizo, la encontraste rara al principio, pero después te gustó. Comías despacio porque la calle te había enseñado que cada bocado que se encuentra es tan valioso como la vida misma y debe durar el mayor tiempo posible.
Eras un animalito sumamente travieso, y te pusiste peor cuando te trajimos un compañero de casa, otro perrito, como vos.
Me acuerdo de esa vez que fuiste el primero en probar mi torta de los 15. Debe haberte resultado muy buena porque dijo mami que lamiste un buen pedazo. Obvio, nadie se enteró, pero seguro te ligaste un buen reto.
Cada vez que hay un asado me vienen a la memoria todas las veces que le robaste a mi papá carne de la parrilla. Una vez un pollo, otro día un pedazo de asado.
Tengo presente cada vez que me fui a verte al patio y te contaba mis tristezas. No creo que hayas podido comprenderme, pero sí creo que percibías mi estado de ánimo. Porque me mirabas con cariño y apoyabas tu pata en mi mano como señal de comprensión.
Siempre fuiste un animal muy amistoso con la gente, aunque los otros animales, sobre todo los gatos y las gallinas de una vecina no podrían decir lo mismo. Mi hermano y papá te retaron muchas veces por haber lastimado a otros animales. Pero nunca escarmentabas.
Tampoco escarmentaste después de que, por correr detrás de un auto, te lastimaste dos veces la misma pata. Creo que pensabas que era otro animal, como vos, que invadía tu territorio.
Te hicimos el hábito de salir a caminar cada viernes de noche para encender los calefactores de la iglesia, ya que las mañanas de invierno siempre se presentan frías por estos lugares. No había otro día en la semana en el cual pidieses para salir. Eso llamaba poderosamente la atención, estamos seguros de que no tenés reloj ni sabés contar.
De las cosas que recuerdo sobre tu paso por nuestra vida familiar, hay algunas que no son muy gratas. Entre ellas tengo que contar las tres o cuatro veces que te fugaste de casa. Sin razón aparente fuera del instinto.
Eras un vagabundo, naciste en la calle. Te sentías parte de ella como nadie y creo, mirando hacia atrás, que nunca dejaste tu identidad. Si tenías comida y casa estabas bien, pero extrañabas tu libertad.
Te buscamos varias veces y te encontramos hasta que, la última vez, decidimos que era mejor que no te trajéramos del nuevo lugar que escogiste para quedarte. Dejarte ser libre fue, a mi entender, la última muestra de cariño que pudimos darte. Verte feliz, aunque ya no estuvieras en casa.
A veces paso por la bicicletería, donde me dijeron que vivías, con la esperanza de verte. Una vez lo logré ahora, ya no se te ve más.
Tu historia se parece mucho a la de todos los seres humanos. Nacemos con el pecado a cuestas, como una mochila que se debe cargar de por vida.
Por amor, Dios nos atiende, nos escucha, nos salva. Pero sabe que no puede comprar nuestro amor, nuestra fidelidad incondicional. Por eso, con dolor, muchas veces tiene que dejarnos ir hacia donde creemos que somos felices. Aunque siempre, como el padre de aquel hijo pródigo, sale a la puerta o pasa cerca de ti esperando que vuelvas.
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